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Fábula

VICENT FRANCH Llegados a estos días de intensidad inquietante me asalta la reiterada pulsión de escribir el mismo artículo que el año pasado por estas fechas. Ni siquiera me consuela que sea práctica o vicio común, confesados o no, de la generalidad de los columnistas sucumbir al morbo de volver sobre lo ya dicho a propósito de aquello que más te atormenta o complace. Y es que lo que se vive con pasión, o como vicio civil, que diría el bueno de Mandeville (cuya Fábula de las abejas recomiendo vivamente a políticos audaces ya en paro), o como tormento estético, si no le dedicas el libro que te libera, vuelve a la columna descaradamente y acaba por aparecer de nuevo con el mismo traje del año anterior. Yo escribí, hace de esto más de diez años, un conjunto de historias breves que con el título Estius a la carta, se publicó en un libro reinterpretado por Ortifus. Eran como un ajuste de cuentas con el caos bendito que trae el verano, y se desplegaban a modo de venganza contra la irreflexiva alegría de los profesionales de las vacaciones. En realidad, era un desahogo aristocratizante contra la felicidad general. Me regocijaba con los sobrevenidos desalientos que caían sobre desprevenidos veraneantes, osados aventureros, familias que habían calculado al milímetro y prusianamente los días y las horas de asueto en los lugares ungidos por el sueño de un verano celestial. Reconozco que me pasé bastante, y que ciertos lectores se quejaron del sarcasmo excedente que rezumaban las historias de veranos a la medida de mis malas digestiones. Aún no habían empezado los atascos en los aeropuertos ni el parque de vehículos circulando por todas partes estaba tan apoyado por la obsesiva oferta de coches que llena dos de cada tres espacios de publicidad en las televisiones públicas o privadas. Tan a penas asomaba el desmelenado culto al cuerpo playero, y, los viajes-aventura a las antípodas eran cosa de extravagantes y malcriados. Me cebé, pues, en lo de casa, en los restaurantes cerrados a la hora de comer, en el extravío en coche por las montañas, en el fracaso glorioso en las terrazas donde mirar y ser mirado, en las malditas/benditas hormigas huéspedes de la tortilla, en las excursiones en familia numerosa, en los planes rotos de seductores de vía estrecha, y, en fin, en la panoplia de desastres que acechaban sobre los atrevidos exploradores del verano. Después, sólo poco tiempo después, triunfó el verano como ideología, y las vacaciones se elevaron de su condición de derecho de tercera generación a sublimación de otra clase de estrés; y, entonces, aquellas maldades veniales que yo urdí contra ellos y ellas, incluso contra mi mismo, se volvieron melifluas gracias al lado de esta vorágine que se desata cuando julio toca a su fin y el glorioso agosto irrumpe en las cuentas bancarias ferozmente matizado por el pago a plazos del agujero. Leo con nostalgia alguna de aquellas historias ya demodés, me observo en mi estrenada condición de alcalde de un pequeño pueblo de la sierra (donde la población habitual aumenta cuatro veces al amparo del núcleo duro del verano), y llego a la conclusión que en pago de aquellos excesos, ahora tengo la obligación de cuidar de mis veraneantes y engullirme con resignación la literatura que arrojé sobre los que huían hacia todas partes a las órdenes del vértigo vacacional. Como una fábula, vamos. Vicent.Franch@uv.es

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