La lectora serbia MONIKA ZGUSTOVÁ
Una bella muchacha lee un libro a la luz de una vela; esa imagen idílica se publicó, hace aproximadamente un mes, en varios periódicos españoles para ilustrar que los bombarderos dejaron a los habitantes de Belgrado sin luz. En seguida me vino a la mente otra imagen parecida: el retrato de Magdalena penitente con un libro, de Georges de La Tour, un cuadro bañado en una luz tan serena y poética como la que se apreciaba en la foto de la lectora serbia. Pensé en esas dos imágenes el día en que una amiga editora me mostró unas páginas extraídas del diario íntimo que durante la guerra de la OTAN contra Serbia llevó la escritora Jasmina Tesanovic en su casa de Belgrado. ¿Cómo concuerdan el terror, la desesperación y el miedo animal, que se desprenden de las líneas de la escritora serbia, con la casi idílica imagen de la muchacha serbia leyendo que nos ofrece la prensa?, me pregunté. En aquel instante sentí que un abismo de incomunicación se abría entre los que viven allí y los que estamos aquí impedidos de compartir, ni siquiera a distancia, su sufrimiento. Sólo pudimos seguir la diáspora de los albanokosovares, cuyo dolor, aunque incuestionable y atroz, los medios de comunicación nos presentaban de un modo tan unilateral y tan parcial que como espectadora no logré ahuyentar la sospecha de que nos faltaban demasiados elementos para poder emitir un juicio coherente y objetivo sobre la situación. Mi sospecha apuntaba a que los medios de comunicación nos obligaban a vivir incomunicados con la compleja tragedia de los Balcanes. Incomunicación entre los europeos y los pueblos balcánicos, y entre esos pueblos entre sí. De esa incomunicación habla la película Before the rain, del macedonio Milche Manchevski, que ya a mediados de los noventa evocaba la atmósfera de tensión -como la que suele producirse antes de la lluvia, antes de un cataclismo- que existía entre las dos etnias de Macedonia, como la de las dos etnias en Bosnia o en Kosovo, con una periodista británica como espectadora impotente. De la incomunicación que lleva a la gente, a los políticos, a las etnias y a los estados a cometer asesinatos habla también la escritora croata Slavenka Drakulic en su reciente artículo Cómo aprendimos a odiar, en el que analiza la cuestión de por qué Serbia no conoce la compasión, y concluye que los serbios no pueden sentir solicitud por los albaneses porque éstos, para ellos, son ciudadanos de cuarto orden y por lo tanto no los perciben: los albaneses les resultan tan invisibles como unos fantasmas. Si no fuera por la tragedia consumada en el territorio en cuestión, sería una bella metáfora de la incomunicación. He leído y releído el diario de la guerra de Jasmina Tesanovic, que habla de la gente común serbia, la gran desconocida en el conflicto bélico, y poco a poco las imágenes que más me han cautivado han llegado a formar en mi cabeza una especie de collage, bello y desgarrador. He aquí unos fragmentos de ese retrato de la incomunicación: "En 1993, cuando padecimos pesadas sanciones, sin medicinas, y se operaba a los niños sin anestesia, conocí niños que morían de leucemia porque los remedios no podían cruzar la frontera húngara, y viejos que se suicidaban al no poder comprar sus medicinas y vivir decentemente... Nos hemos convertido en símbolos de chicos malos que llevan una vida mala. Los otros pueden apiadarse o condenarnos, pero la imagen es clara, cargamos una culpa colectiva. Ahora estoy segura de que si la culpa no está dentro de nosotros, como no debería, sí está fuera, rodeándonos como un gran muro... Tememos más al aislamiento que a las bombas. Con el progresivo aislamiento nos estamos volviendo supersticiosos, como miembros de una tribu... Me encontré con mi amiga italiana. Le dije que Italia es también mi patria, pero lo que no puedo compartir es que la vida de una italiano vale ahora la de mil albaneses y quizás la de cien serbios... Otra vez sin luz ni agua, pero hay luna llena; nuestro presidente ha sido encausado por crímenes de guerra, pero los oficiales norteamericanos dijeron que igualmente negociarían con él: nosotros estamos en medio, como en un sandwich, gente común sin luz, sin pan, sin agua. El conflicto se profundiza, la guerra se vuelve más cruel, y somos nosotros los que debemos ganar o cambiar el mundo, nosotros, unos pocos héroes involuntarios... La paz a la vuelta de la esquina: estoy enferma, literalmente en cama en una crisis nerviosa. Tengo fiebre, no quiero alimentarme. Estoy llorando, tanto que no puedo dejar la cama. Todo me da motivo para llorar: la guerra que sufrimos, la paz que también sufriremos". Éste es el verdadero retrato de la muchacha a la luz de la vela.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.