Convención de melancólicos JORDI PUNTÍ
Hace unas semanas, Elvis Costello actuó en el teatro Tívoli de Barcelona. El motivo de la visita era la presentación de su último disco, Painted from memory, una colección de canciones compuestas e interpretadas al alimón con el gran Burt Bacharach, uno de esos genios a los que debemos decenas de melodías pegadizas (y algo edulcoradas, eso sí). Costello salió al escenario con su guitarra, acompañado tan sólo por Steve Nieve, su pianista de toda la vida con los Attractions, y empezó a desgranar un repaso, emotivo y virtuoso, a su larga lista de éxitos. (Como el éxito es algo muy relativo, vamos a matizarlo: las canciones de Costello nunca han sido un número uno en las listas de superventas, pero a menudo, desde que ese joven beat enclenque y feúcho cogió un micro por primera vez, sus melodías y ritmos pop han sonado en fiestas y clubes del extrarradio londinense y han resonado luego en la cabeza de miles de jóvenes, al volver a casa en un tren de madrugada, con la mirada vidriosa y el cuerpo entumecido de tanto bailar). Sin embargo, no fue hasta al cabo de un cuarto de hora -con el quinto o sexto tema de la noche- cuando Costello interpretó una de las esperadas composiciones del álbum con Bacharach, quizá la más triste. Al finalizar el tema, el público que llenaba el teatro aplaudió a rabiar, y entonces Costello sonrió y dijo en inglés: "Vaya, vaya, así que os gustan las canciones tristes. Ya veo, esto va a ser una convención de melancólicos". Así es, pensé yo en ese momento, soy un melancólico, y supe entonces que el concierto iba a ser una maravilla, que se cumpliría lo que íntimamente había deseado; esto es, que Elvis Costello nos tocara sus canciones de siempre -Almost blue, Allison, Veronica o la preciosa Shipbuilding...- con una cierta, casi invisible e involuntaria presencia del toque Bacharach en sus notas, como una lánguida influenza que no pudiera evitar. ¿Qué es el toque Bacharach? Años atrás, un crítico definió a Burt Bacharach como "el único compositor de canciones que no se parece a un dentista"; pues bien, actualmente, si a alguien se parece Bacharach es a un dentista lujoso, con su sonrisa de piano y esa pose, emblema del glamour más trasnochado, la pose de alguien que puede conducir un Aston Martin descapotable -como James Bond- a pesar de que le han roto el corazón un sinfín de veces. No en vano, además, versiones orquestadas de sus melodías se escuchan precisamente en el hilo musical de las consultas de los dentistas, en los ascensores, en las áreas de servicio, y actúan a su vez como karaoke improvisado para los que las disfrutan (o las sufren, según): es difícil oír los compases de Walk on by, por ejemplo, y no empezar a cantar mentalmente la canción, incluso impostando la voz para imitar a Dionne Warwick. Hoy en día, el toque Bacharach nace como un sutil ejercicio de ironía para hacer más llevadera nuestra vida de sentimentales melancólicos: su música y las inseparables letras de su inseparable Hal David son la banda sonora de nuestras noches, cuando la nostalgia del insomne arrecia y escarba en la televisión (el zapping) buscando un imposible show de madrugada con cantantes de lujo: decorados suntuosos donde Matt Monro, Tom Jones o Sacha Distel cantan historias de chicos solitarios acodados en la larguísima barra de un bar; mujeres despechadas por su amante que disimulan en una party-guateque, con el Martini en la mano; viajes en tren y en barco y en avión hasta ciudades donde alguien nos está esperando sin saberlo: París, Roma, Hawai, Tulsa. Nuestra condición de melancólicos es, debe ser, algo kitsch: los textos de Hal David, siempre tan acordes con la música de Bacharach, nos impelen a ello. Dice la letra de A house is not a home, que cantó en una ocasión Shirley Bassey -traduzco-: "Una silla es una silla aunque no haya nadie sentado en ella. Pero una silla no es una casa, y una casa no es un hogar cuando no hay nadie allí que te abrace y a quien tú puedas dar un beso de buenas noches". De acuerdo, sobran las interpretaciones, no es un prodigio poético, ¿pero acaso, en su simplicidad hortera, no tiene razón? Las canciones del dúo Bacharach-David son así: el paraíso del melancólico narrado con regodeo. Como llegar a casa por la tarde, un día lluvioso, y darte cuenta de que encima de la mesa hay una taza de café a medio beber y, debajo de ella, una nota de despedida escrita apresuradamente: cuatro palabras y una firma nerviosa. Y una vez leída, salir de nuevo a la calle, sin paraguas, por fin infeliz, para que las "gotas de lluvia vayan cayendo sobre mi cabeza", como en la canción.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.