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Comer huevos

LUIS MANUEL RUIZ Hace algún tiempo, en este mismo espacio, me preguntaba yo si la familia no acabaría por convertirse en una célula social obsoleta en un plazo de pocos decenios, que tendrían que barrer las aguas procelosas del siglo XXI y el milenio que con él entra. Me avalaban un montón de casos atroces, todos aquellos en que la familia se muestra más como una cadena insoportable para quienes tienen que padecerla que como la pomada cariñosa que cura las postillas de los niños de las teleseries. Una reciente sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla no viene a dinamitar el principio de la familia, pero sí viene a poner en entredicho muchos de los principios sobre los que ancestralmente se basa tan venerable institución, proponiendo familias alternativas. Hablo de la sentencia que ha refrendado la custodia de una niña de diez años por parte de un transexual, antes Alfredo, ahora Eva, lo que ha provocado, naturalmente, que la Conferencia Episcopal haya salido ladrando en los medios en defensa de la tradición impugnada. Resulta obvio que a los Estados les interesa sostener familias; ese órgano constituye el mecanismo más efectivo de socialización y cohesión ideológica que conocen los pueblos desde la edad de las hogueras, y ha pervivido, en constantes metamorfosis o encubrimientos, a lo largo de toda la historia. El esquema tradicional de la familia reproduce la magna arquitectura del Estado: el gobierno actúa con sus gobernados, dice Kropotkin, como el padre con sus hijos, tutelando la conducta, nivelando la economía doméstica, ejerciendo su poder coercitivo si se producen sediciones o desobediencias. Es el clásico sistema patriarcal, ario, relacionado directamente con la supremacía autoritaria de que ha gozado el varón a lo largo de toda la turbulenta historia de Occidente. El individuo se prepara para la gran vida adiestrándose en un modelo a escala, adoptando el papel de hijo cumplidor que luego le tocará desempeñar en el mundo exterior. Desplazado el padre todopoderoso del sitial desde el que ha ejercido inexorablemente su voluntad desde tiempos inmemoriales, muchos observan con expectación el lugar vacío, temerosos de quién pueda venir a ocuparlo. Por muy liberal que quieran disfrazarla, por muy vanguardista y finisecular y superadora de atávicos prejuicios, la misma idea de familia siempre será, por definición, reaccionaria. La familia es el átomo comunitario del Antiguo Régimen, el del absolutismo, el de la corona hereditaria y el derecho divino: la sociedad de hoy, en este mundo-Matrix donde la realidad virtual se ha vuelto más sólida y fiable que la inconstante materia, propone familias híbridas, combinaciones osadas que hagan olvidar el tedio del modelo conocido pero que no superan las auténticas deficiencias de éste. Si deseáramos ser demócratas, algo que por supuesto el Estado no puede desear, quizá debiéramos dejar el crecimiento y la educación de los niños en manos de los gobiernos: tendríamos una nación de huérfanos libérrimos, no atacados por el Complejo de Edipo, incapaces, por suerte, de entender aquella exquisita máxima de lo que significa ser padre en relación con el hecho honorífico de comer huevos. Ese día luminoso está aún lejano, pero de momento, todo progreso como éste de Eva en los juzgados constituye un paso adelante. Enhorabuena.

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