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La parábola del tráfico

Sucedió hace algunas semanas y fue un accidente más en las rondas barcelonesas, con dos heridos graves. Llovía, un coche frenó, el de detrás se empotró contra el primero y un tercer coche contra el segundo. Entonces sucedió algo peculiar, una persona salió de uno de esos automóviles y corrió a avisar a la avalancha de vehículos que circulaba del accidente que se acababa de producir. El bienintencionado ciudadano murió atropellado por otro coche cuando pedía auxilio a la vez que intentaba evitar que el choque en cadena fuera mayor. Los periódicos dieron una simple nota, sin comentarios. No sabemos ni el nombre de esa persona que intentó actuar como un ciudadano responsable, imagino. Tal vez fue un insensato, pero quiero pensar que murió como un héroe anónimo que trata de prevenir a los demás. Su gesto desinteresado le resultó mortal. ¿Mala suerte? Probablemente nadie quería matarle y, también, probablemente nadie esperaba que alguien, movido por buenas intenciones, avisara a los otros conductores de la proximidad del peligro. Como no estamos acostumbrados a esperar gestos de ayuda por parte de nadie, acaso la figura de esta persona en medio de la lluvia advirtiendo de un accidente resultara tan inverosímil que se lo llevaron por delante. Y su gesto de amistad hacia los demás acabó con él. No es la primera vez que sucede algo así, ni será la última. Pero el destino trágico de este ciudadano responsable muestra que aún quedan seres humanos que un día cualquiera arriesgan su vida, ¿inútilmente?, para ayudar a otros. Y el tráfico se convierte, así, en una impagable parábola de la vida de ahora mismo: nos cuesta tanto imaginar otra cosa que no sea el egoísmo y el interés propio por encima de cualquier otra consideración, que el desinterés, la responsabilidad y el altruismo pueden resultar hasta mortales. Conduciendo, se supone que cada uno va a lo suyo y todo lo demás es secundario. Hasta las normas de tráfico figura que existen para que no nos matemos los unos a los otros y parecen dar por hecha esa irresponsabilidad congénita de quien se pone ante un volante. No hace mucho me embistió un coche por detrás al frenar en un semáforo; siempre me quedé con la duda de que la culpa fue mía por no fiarme del retrovisor y acatar a rajatabla la ley del semáforo. El día que saqué mi automóvil del taller me vi en una situación semejante y, al advertir que no había ningún tipo de peligro ajeno, decidí pasar y no arriesgarme a ser embestida de nuevo. El guardia que me multó, como cabía esperar, no atendió a mis razones ni a mi expediente, limpio de conducción incívica. Ninguna autoridad atendió tampoco el razonamiento de que, en aquel caso, como conductora había tomado responsablemente una decisión. No supieron contestarme a la pregunta de si mi obligación, al respetar la ley, era la de provocar un accidente. Como es sabido la ley sanciona siempre al vehículo que embiste por detrás, por tanto yo tenía que aceptar aquello aun a costa de sufrir daños ciertos. Seguramente estoy equivocada, pero no dejo de preguntarme por qué es tan dificil siempre conceder que los conductores, y los ciudadanos, asumen responsabilidades como forma de conducta habitual. A mí sólo me pusieron una multa, pero el ciudadano de las rondas perdió la vida en un acto de responsabilidad social. Probablemente hemos construido entre todos una sociedad en la que prima la irresponsabilidad individual y colectiva, porque ser responsable es no sólo incómodo sino también peligroso. No podemos quejarnos, por tanto, de que lo que acabe por decidir casi todo sean los principios de la autoridad, de la fuerza y, muy a menudo, de la falta de inteligencia.

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