Nuestros kosovares
El Evangelio tenía razón: somos los humanos muy aficionados a eso de mirar la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Durante los últimos tres meses, los periódicos, las radios y las televisiones nos han estado bombardeando con los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia, la represión de los serbios y el consiguiente éxodo kosovar. No hay espectador que no tenga una opinión formada al respecto, no hay tertulia en la que este asunto no se haya discutido con pasión. Hasta ayer, también es verdad: la reciente campaña electoral ha borrado la guerra de Yugoslavia del primer plano de la actualidad y ahora ya nadie se acuerda de ella. Total, como la guerra ha terminado (¿Ha terminado?). Hora es de echar cuentas y de valorar lo sucedido. Lo sucedido también es que la OTAN ha logrado saltarse todas las convenciones internacionales y constituirse en garante, vía gendarme, de los intereses de EE UU en el mundo. También que Serbia ha sido destruida y queda condenada a ser el enfermo de Europa, junto con Albania, paradojas del destino, durante muchos años. Pero lo sucedido, sobre todo, es que la limpieza étnica ha triunfado. No nos engañemos. Donde se establezcan fuerzas de pacificación (?) de la Kfor bajo bandera de algún país de la OTAN, los albaneses puede que vuelvan, pero los serbios es seguro que saldrán huyendo. Donde ondee la bandera rusa, ningún albanés se atreverá a poner el pie. Se quiera o no, la partición de Kosovo conforme a criterios étnicos es ya un hecho consumado y uno no deja de tener la sospecha de que todo estaba pactado hace mucho y por muchos y variados firmantes. Más vale no saberlo. Lo preocupante es que la filosofía de la limpieza étnica parece haberse colado resignadamente en nuestro subconsciente. ¿Que en qué consiste dicha filosofía? Muy sencillo: se sostiene que los grupos humanos deben ser homogéneos, que la mezcla es mala y que lo mejor es que cada uno viva con sus compañeros de aburrida uniformidad. Según este punto de vista, que tanto gustaba a la Inquisición, era necesario expulsar a los judíos porque no podían convivir con los cristianos, y a los moriscos más aún, porque no sólo eran musulmanes, sino que además hablaban árabe: los expulsaron a todos. Cuando se moteja de fascistas a los partidarios de la limpieza étnica se comete una grave omisión: al atribuirles un calificativo infamante, nos olvidamos de que la tentación higienizadora late en todos nosotros y sutilmente eludimos nuestras propias responsabilidades. Claro que la política de Milosevic ha sido de índole fascista y que los ciudadanos serbios le apoyaron en apariencia. Pero, a tenor de lo oído en muchos mitines, ¿qué ciudadano español no habrá pensado en esta última campaña electoral que su municipio o su comunidad autónoma vivirían mejor sin los otros? Desde luego, no les faltan intelectuales que lo justifican más o menos veladamente. Ya han conseguido que palabras como "solidaridad" se estén quedando anticuadas y que la España de todos empiece a verse como la España de los compartimentos estancos, de los ricos frente a los pobres, del norte frente al sur, del interior frente a la costa, de las comunidades que tienen supuesto pedigree histórico frente a las que carecen de él. Sin embargo, una cosa es pensarlo y otra, practicarlo: de momento, todo ha quedado en un amago, pero no hay que bajar la guardia. La propensión a la limpieza étnica sigue dormida en nuestros corazones y cualquier ventolera, por ejemplo, un aumento de la inseguridad ciudadana o, simplemente, de la mendicidad, avivará las brasas y hará estallar el incendio. ¿No se lo creen? Fíjense. La Coma, un barrio de Valencia, Mil Viviendas, un barrio de Alicante, otros barrios parecidos, conocidos por todos, en otras ciudades de la Comunidad Valenciana, ¿acaso no nos recuerdan dolorosamente a los campos de refugiados de Kosovo? La procedencia de sus moradores es similar, son historias de marginación, de paro, de familias desestructuradas. Situadas donde las ciudades pierden su nombre, donde ninguno de los ciudadanos que votan querría vivir, sólo salen en las noticias cuando pasa algo. Un mal día muere un drogadicto de sobredosis. Otro, un niño, con un coche robado, atropella a una niña y la mata. El tercero, hay un incendio en una vivienda y la abuela, que habían dejado extinguirse lentamente, les ahorra preocupaciones y muere consumida por las llamas. Casi la mitad de los habitantes ha pasado por la cárcel, un 90% está en paro. ¿De dónde vienen estas personas? Hay quien huyó de su pobre terruño agrícola porque no podía comer, quien tuvo que abandonar su casa suburbial sin haber pasado por la escuela, quien no ha conocido a su padre y, a veces, tampoco a su madre. Por ceñirnos al caso de La Coma, resulta que la Generalitat los reunió a todos en este recinto aparentemente idílico y afirmó haber solucionado un problema social. Un problema de la sociedad que importa y a la que ya no molestarían, no de la sociedad que decía ayudar. Oficialmente les había dado vivienda. Realmente había creado un gueto sobrevolado día y noche por los helicópteros de la policía, sin equipamientos, sin ninguna expectativa laboral para sus habitantes entregados al triste rito de ver pasar el tiempo y las oportunidades. Más o menos como los kosovares, restos del Imperio turco arrinconados en una provincia pobre y de la que hasta ahora nadie se había acordado. Desde la caída del telón de acero, sin embargo, Kosovo se convierte en un problema porque hay que redefinir las fronteras. Y la solución quirúrgica se impone: las tropas serbias ocupan la provincia y la OTAN empieza a bombardearla, no sabemos si coordinadamente o no. Como en La Coma. Cerrado el ciclo recesivo de la economía, la ciudad de Valencia se lanza alocadamente hacia el Este y un enorme Palacio de Congresos, junto con muchas otras infraestructuras, completa el cerco del barrio. Sus habitantes empiezan a temerse la limpieza étnica. No es una metáfora: la mayoría son de etnia gitana y muchos han venido del Magreb o de los países del Este de Europa ¿Los echarán de sus casas? ¿Tendrán adónde ir? En vista de las gigantescas grúas de guerra que avanzan por las proximidades del barrio haciendo ronronear sordamente los motores, más vale que se vayan tentando la ropa.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.angel.lopez@uv.es
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