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Bajo la niebla

Los carteles, las pancartas, las vallas y las banderolas electorales que quedan en las calles después de los comicios tienen un punto de tristeza semejante al de los adornos navideños que algunos taberneros desidiosos y desaprensivos dejan colgados en los muros de sus establecimientos fuera de temporada. La larga noche del 13-J, los rostros de papel de algunos candidatos comenzaban a mostrar los signos de la derrota, cuyos ecos arrastraba una tormenta con gran aparato eléctrico, rayos y truenos en los cielos y estruendo de sondeos y flases como relámpagos en todas las pantallas y micrófonos.

¿Siempre tuvo Morán ese gesto entre amargado y escéptico en los carteles, o le ha salido ahora? Se anuncian cuatro años más a la sombra de Álvarez del Manzano, multiplicador de sombrías oquedades, que con los otros cuatro del Gran Alberto, el ilusionista, inaugurador de estaciones ilusorias, bajo la cúpula comunitaria van a sumar ocho para esa gran mayoría de madrileños que no votaron al PP.

El Titanic de Izquierda Unida no superó los escollos de su desnortada travesía, los primeros en abandonar el barco fueron Cristina Almeida y sus compañeros de Nueva Izquierda, que prefirieron transbordar a la nave socialista emergente, gracias a esta tripulación reforzada, y contribuyeron de forma decisiva al naufragio de su anterior formación.

Ni los socialistas-progresistas ni los izquierdistas unitarios consiguieron desarbolar el Manzano, la abstención y los votos en blanco lastraron el sufragio de la izquierda, que tenía en su mano la victoria en el Ayuntamiento de la capital. Abstención y desafección de un electorado escéptico y desilusionado que escuchó los mensajes de sus presuntos líderes como engañosos cantos de sirena.

Ilusión viene de iluso, o más bien a la inversa, Madrid estaría hoy más a la izquierda si sus izquierdistas y progresistas hubieran confiado, una vez más, en las promesas de sus teóricos representantes.

La culpa no es del trasnochado Morán ni de la "pizpireta" Almeida, que diría Arzalluz. Para trasnochamiento, el de Álvarez del Manzano; a Morán no le dio el triunfo la amarillenta carta de un postiernismo imposible, ni le funcionaron sus referencias a la ética y a la honradez que le avalan; ni el combativo entusiasmo de Almeida bastó para desbancar al pragmático Ruiz-Gallardón, que hace su labor de zapa para entregar Madrid a los suyos con menos alharacas y salidas de tono que su correligionario al frente del municipio, sin meterse en tantos jardines, desmarcándose de violeteras y criptas.

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Los últimos días de campaña, los madrileños, si hemos de fiarnos de los periódicos, parecían más interesados en conocer el paradero de los esquivos restos de Velázquez que en los discursos y proclamas de los candidatos locales y autonómicos. Más proclives a desenterrar el pasado que a desentrañar el futuro.

Al hundimiento de Izquierda Unida y engrosamiento consiguiente del PSOE le llaman los analistas estos días tendencia al bipartidismo, un bipartidismo que en esa Europa que nos incluye se va volviendo monocromático hasta el punto de que muchas veces es difícil distinguir a Tony Blair de Margaret Thatcher o a Schröder de Kohl.

Es la niebla centrista y centrípeta que engulle a Europa, las líneas maestras de la política económica y exterior están marcadas indeleblemente sobre el terreno, terreno único, mercado único, pensamiento único que sólo se diferencia en los matices, importantes, pero no esenciales.

A punto de ser enviado al matadero, el viejo caballo revolucionario de Rebelión en la granja, viendo cómo sus hermanos puercos negociaban con sus antiguos opresores humanos, dice que su mala vista le hace imposible distinguir entre los cerdos y los hombres.

Tal vez esa clase de miopía haya afectado en estas elecciones madrileñas a muchos votantes progresistas y de izquierdas que no han sabido encontrar el camino de las urnas o han sido incapaces de encontrar junto a ellas una papeleta (e)legible.

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