Apatía y castigo
Nunca el Parlamento Europeo había acumulado tanto poder como a partir de ahora. Nunca, en las cinco elecciones directas a la Eurocámara en los últimos veinte años, su renovación ha provocado tamaña apatía: ha votado, en promedio -y en algunos países ni eso-, menos de uno de cada dos de los casi 298 millones de electores convocados. En algunos casos sonados -Reino Unido, Alemania, Italia o Bélgica-, el escaso voto ha devenido un acto de castigo contra sus Gobiernos, que han resultado debilitados. Ésta no parece la forma ideal de colmar el déficit democrático en la Unión Europea, que, tras estos comicios, resultará más compleja de gobernar. Las elecciones han provocado un vuelco: por vez primera serán los democristianos y conservadores del Partido Popular Europeo (PPE), y no los socialistas, el grupo más numeroso en la Eurocámara. Aunque los eurodiputados tienden a votar más por nacionalidades que por posición ideológica, esta situación puede tener consecuencias en el equilibrio institucional frente al Consejo de Ministros, dominado por los socialdemócratas, y a la Comisión, a cuyo frente se va a situar Romano Prodi, calificado de centro-izquierda, pero perteneciente a la familia democristiana.
Éstas no han sido unas elecciones europeas, sino una suma de elecciones nacionales. Sin embargo, país a país, los resultados pueden tener efectos sobre el conjunto de la UE. En Alemania, los electores han amonestado a Schröder tan sólo ocho meses después de su llegada a la cancillería. Pero el alemán puede utilizar el resultado justamente para defender un giro hacia el Nuevo Centro, aislando a la izquierda de su partido socialdemócrata. En Francia, el Gobierno de la izquierda plural sale muy bien parado, mientras estallan la derecha y la extrema derecha, pero queda en segundo lugar el RPR bajo la férula de Charles Pasqua, que pretende ocupar todo ese espacio defendiendo una Francia centralizada y una Europa de integración mínima y confederal. En Bélgica, donde también se celebraron elecciones generales, el Gobierno de coalición entre democristianos y socialistas presidido por Jean-Luc Dehaene pagó la crisis de la dioxina.
El mayor y más claro castigo ha sido para Blair: en un país en el que la entrada en el euro y la integración europea es objeto de arduo debate, sólo un escandaloso 23% de los votantes británicos acudió a las urnas, en lo que puede considerarse una abstención de protesta. La excepción es Irlanda del Norte, donde la participación fue mucho más elevada, probablemente porque sus habitantes perciben que la salvación de ese territorio pasa por Europa. En Inglaterra y Gales, los pocos que se dignaron votar favorecieron a los conservadores que barrió Blair en 1997, pero que se han convertido en ardientes antieuropeístas. Con este resultado y algunos sondeos en la mano (al contrario que en Dinamarca, donde crecen los partidarios de integrarse en el euro), Blair tiene ante sí una tarea hercúlea para intentar convencer a los británicos de entrar en la moneda única. Su fracaso iría en detrimento propio, de su país y de Europa.
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