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LA CASA POR LA VENTANA La hoguera de las oportunidades JULIO A. MÁÑEZ

En dos libros recientes de título cinematográfico -El baile de los malditos, de Abelardo Muñoz, sobre los años y las personas del cine independiente valenciano, y Pols d"estels, de Victor Mansanet, una especie de cronología mundial de faits divers en homenaje a Rafa Ferrando- aparece casi al completo la nómina de cineastas, pintores, escritores, poetas, músicos y teatreros valencianos que, aun habiendo tenido la mala fortuna de descubrir al mismo tiempo las prietas carnes de Marilyn Monroe o Joe d"Allessandro y la severidad impostada de Louis Althusser, con lo que cualquiera se habría hecho el clítoris un lío, parecían decididos pese a todo a transformar el mundo y la vida de tal manera que ambos habrían de quedar poco menos que irreconocibles. Eran los tiempos en que la huída del agobio franquista proponía las salidas más desesperadas, de modo que se ajustarían de una vez las cuentas asaltando la vida y declarando el estado de sitio sobre el mundo. Nuestros papás se iban a enterar de lo que vale un peine, más rodeados que mil millones de chinos por la entonces en boga Banda de los cuatro. La empresa era de gigantes, por lo que incluía entre sus propósitos la coartada previa de su fracaso. A fin de cuentas, Godard y sus amigos de la Nouvelle Vague se rebelaban contra el muy respetable cinema de qualité, mientras que aquí emprenderla contra Alfredo Landa sonaba a travesura de adolescente, por lo mismo que carecía de sentido atenerse a la figura de Antonin Artaud para condenar a Alfonso Paso o imitar a Robbe-Grillet y su escuela de la mirada, que se peleaba con Proust, sin otro enemigo local que llevarse a la boca que el disparatado Blasco Ibáñez. Hay una cierta correspondencia entre la escasa entidad de los libros de Muñoz y Mansanet y las características de aquella explosión fulminante que vino a quedar en casi nada, y sólo lo que vino después autoriza a algunos de sus representantes a considerar aquellos tristes años como los mejores de nuestras vidas. Repasando algunos nombres de aquella nómina feroz, es posible que lo que al cabo se agradezca a Rafa Ferrando sea sobre todo haber introducido en Valencia el Walk on the wilde side de Lou Reed, lo que no es poca cosa, mientras que a Lluís Fernández siempre habrá que reprocharle ser el autor de algo tan malo como L"anarquista nu. De José Luis Seguí no se me ocurre qué cosa queda para recordar, Rafa Gassent hace de sastre en Canal Nou y Amadeu Fabregat tuvo el olfato necesario para colocarse antes que nadie. Una generación desperdiciada más que perdida. Y lo mismo con sus más queridos referentes, de los que sólo queda incólume doña Concha Piquer. De Henry Miller ya no se acuerda nadie, por fortuna, cuando, además, estos jóvenes iracundos por lo menos tenían a Faulkner o Conrad más a mano, si bien resultaban más difíciles de leer. Godard se enseña en las academias de cine pero continúa vaciando las salas y Antonin Artaud está muerto y enterrado desde el día en que murió. No hay en ello ningún motivo de jolgorio, pero tampoco de tristeza. Los que no supieron matarse a tiempo han terminado sin obra seria y excluidos o fotografiándose, cuando se lo permiten, con Zaplana. Y aquí quería ir yo a parar. En la historia reciente de nuestra fiesta cultural hay dos testimonios gráficos estremecedores y de un cierta enjundia sociológica. En uno de ellos puede verse en primer plano a Zaplana y Consuelo Ciscar rodeando efusivamente al escultor Miquel Navarro, más contentos que unas pascuas de codearse con artistas de verdad, mientras unos metros más allá un crispado Ramón de Soto lanza una mirada asesina sobre la figura central de tanto regocijo. En el otro, una puestísima Carmen Calvo departe animadamente con Rita Barberá mientras Miquel Navarro, en el otro extremo de la mesa, le echa los tejos a Ana Botella de Aznar. Ambos testimonios producen el escalofrío de lo auténtico -eso que vemos, queridos míos, está pasando ahora mismo- y la certidumbre de asistir al momento histórico en que se da el paso definitivo, aunque no se nos ocurra qué diablos tiene que decirle el escultor a la mujer del presidente, salvo quizás darle las gracias. Desplazados del primer plano las mediocridades que se apresuraron a enrolarse con los ganadores políticos, convendrá a quienes todavía se resisten -sin ninguna razón de peso, como es lógico, pues que siendo trasnochados los conceptos de derecha e izquierda, sólo nos quedan los presupuestos de la Generalitat vengan de dónde vengan- a medir el ritmo de su futura incorporación y hacerse un poco de rogar a fin de figurar como merecen en la foto que habrá de inmortalizar ese momento así que pasen cuatro años.

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