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Tribuna:
Tribuna
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Elecciones

Me dicen que en las últimas elecciones municipales de Dallas el porcentaje de votos emitidos alcanzó el 5%. Un récord electoral que trasciende las barreras del mayor descrédito político. No mucha gente, sino tanta como un 95% eligió dar la espalda a los vanos líderes. Éstos habían mostrado sus intereses, y los ciudadanos, los suyos. El punto crítico de la anunciada escisión entre el poder y la calle fulgió en Dallas, días antes del siglo XXI. No más políticos. O bien: allá ellos con sus disputas, su irrespirable tedio. Cada vez que llegan unas elecciones nos invitan, o nos conminan a votarlos. ¿No se deseaba una democracia? Pues ahora toca cumplirla. ¿No se deseaban unos representantes? Pues esto es la completa realidad de cuanto hay. No importa, a lo que se ve, qué estimación nos merezcan esos tipos y la necedad de sus arengas. Pero ¿por qué mezclar nuestra dignidad con la suya, sus deseos con los nuestros, el adefesio de sus peroratas, la falacia de sus propuestas o la birria de sus peinados con nuestra libertad?

La editorial Siruela, tan fina y oportuna, ha lanzado estos días un pequeño libro del Abate Dinouart, escrito por el tiempo en que se vino a fundar la democracia. La obra se titula El arte de callar y argumenta detalladamente sobre el valor de la inteligencia asociada al silencio. No basta para callarse con cerrar la boca porque "no habría en eso ninguna diferencia entre el hombre y los animales", dice Dinouart. El silencio debe significar, dar a entender algo más duro y decisivo. La papeleta en blanco cumple, perfectamente, esa misión. No votar es dejar las cosas volar, mientras no conceder de este modo el voto a nadie, bruñido en el silencio, es la manera de clamar más fuerte de lo que pudiera decirse, contra la vacuidad, la simpleza, la tabarra, la depauperación política de los candidatos.

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