_
_
_
_
_

El rey de Bulgaria

El ex jugador del Barça se retira de su selección tras el partido del miércoles contra Inglaterra

Ramon Besa

, Hristo Stoichkov ha sido toda su vida un jugador tan diáfano que basta con mirar una fotografía que ilustra su último partido con la selección de Bulgaria para saber de sus andanzas futbolísticas. Es una postal: el brazo derecho le tapa el número, pero seguro que viste la zamarra del 8, la que siempre se ha puesto en todos los equipos y en cualquier partido; en calidad de capitán, por rango y por edad (33 años), lleva un brazalete con franjas amarillas y rojas, los colores de Cataluña, seguramente porque aún suelta sus tacos en catalán y presume de haber zarandeado al presidente Jordi Pujol en el balcón de la Generalitat tras proclamarle rey del país; con la mano derecha acaricia a Johan Cruyff en un gesto a caballo entre el agradecimiento y también las ganas de retorcerle el pescuezo por lo mucho que le ha hecho sufrir: "Ha sido el único entrenador que me ha enseñado algo"; como guardaespaldas suyo que fue mientras estuvo al cargo de la selección, surge el cuerpo de bonachón de Dimitar Penev; y, como signo inequívoco de felicidad, Stoichkov exhibe esa sonrisa brillante que dulcifica su espíritu de demonio, de futbolista justiciero, capaz de pisar a un árbitro (Urízar Azpitarte), de mandar al carajo a cualquier junta o presidente (el del Barça), de arrearle al central más fiero del campeonato (López), de convertirse en hincha siendo futbolista. Hitzo, como le llamaban de joven en su país, se despidió el pasado miércoles de la selección búlgara con los honores del héroe que siempre quiso ser. Acompañado de Cruyff y Penev, en su estadio del CSKA de Sofía; con el calor de su gente; frente a un equipo histórico como es la selección de Inglaterra dirigida ahora por Kevin Keagan; y con una actuación determinante: asistió a Markov en el gol del empate -el partido acabó 1-1-, consoló a Martin Petrov cuando el holandés Van der Ende le expulsó al cuarto de hora de su debut; y se despidió a falta de 16 minutos para el final de la contienda (era su partido 87), con el porte de quien se va porque le da la gana. Ni ahora que ha cumplido los 33 años tiene Stoichkov pinta de jubilado. Dice que le han propuesto asesorar a la federación búlgara y que no ha descartado aún continuar en el japonés Kashiva, donde viene jugando últimamente. Pero, imprevisible como es, igual le da por volver a competir en un torneo de ésos que se montan en Arabia y en los que regalan relojes de oro de premio como el que luce desde abril del año pasado. Puede ser también que regrese a Barcelona. Josep Maria Minguella, su padre deportivo, dirá adónde ir hasta que se dé por vencido y cuelgue las botas. Stoichkov, al fin y al cabo, sigue viajando con la pelota a cuestas, pese a que ya lo ha hecho todo en el mundo del fútbol. Ha ganado la Liga cuatro veces con el Barça, la Copa de Europa, la Copa, las Supercopas española y europea y la Recopa, y ha marcado 83 goles en 175 partidos ligueros. Es cierto que perdió la Intercontinental en 1992, pero metió el gol del honor (1-2) y se enfadó porque le otorgaron el premio de mejor jugador al brasileño Rai. Compartió con Hugo Sánchez la Bota de Oro en 1990 (38 goles) y se declaró enemigo de Francia hasta que France Football le concedió el Balón de Oro en 1994 tras superar a Roberto Baggio por 74 votos. Compitió también en el calcio, pero sus siete goles en un año expresan la tristeza con la que vivió en Parma, desde donde mantenía contacto telefónico con la esposa de Núñez después de ser despedido de mala manera del Camp Nou. Regresó a Barcelona justo a tiempo para protagonizar con Pizzi aquella famosa remontada copera contra el Atlético de Madrid (5-4), en la temporada de Ronaldo, y también para amenizar los primeros entrenamientos de Louis Van Gaal como aquella mañana en que se puso unas gafas, símbolo de rebeldía, de desplante, de divertimento, frente a la clarividencia que mostraba el técnico holandés. Ha sido siempre un jugador de ida y vuelta. Igual le ocurrió con la selección. Acabada la Eurocopa, en 1996, le dio por renunciar al equipo nacional, mandó a paseo a todos los directivos de la federación, y luego regresó como el hijo pródigo, el mismo que llevó a Bulgaria a las semifinales del Mundial de EEUU94, y a disputarle el Pichichi al ruso Oleg Salenko. Stoichkov recibe trato de rey en Bulgaria, pues incluso tiene habitación reservada en la residencia del jefe de Gobierno, pero el cuerpo le pide guerra todavía, y anda aún a la greña con quien guste discutirle incluso el sitio para ir a cenar. Le amamantaron con vinagre y, con la camiseta puesta, afrontó cada partido como una batalla, a cada rival como un enemigo y a cada árbitro como un intruso. Fiel expresión del fútbol búlgaro, un juego talentoso, instintivo, anárquico,reflejo de un estado de ánimo, Stoichkov respondió siempre a las exigencias de Cruyff: "En una plantilla llena de demasiada buena gente, necesito a un tipo con la mala leche de Hugo Sánchez". Y, desde entonces, la leyenda de Stoichkov se agrandó con el discurrir de los partidos. "Yo soy de los que si no ganan, no juegan", proclama hoy cuando se le pregunta por su futuro.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_