Un camaleón llamado Racine JOAN DE SAGARRA
París, miércoles 26 de mayo. Madrugo -son las seis de la mañana: "Le soleil s"est levé de bon matin et de bonne humeur", como decía Satie-. Dentro de un par de horas me espera Paul para desayunar en un bar en la esquina de los bulevares Saint-Germain y Saint-Michel. Paul es profesor de la Universidad de Carolina del Sur y hace 36 años era mi compinche en la clase del profesor Scherer, en el Institut d"Études Théâtrales. Paul es hoy una eminencia raciniana, miembro de la Société Jean Racine (38, rue de Turenne. 75003 Paris), y me va a llevar al paraninfo de nuestra vieja Universidad de la Sorbona (hoy Université de Paris IV-Sorbonne), al acto de apertura del tricentenario de la muerte de Jean Racine (1699-1999). Para Paul el día de hoy es un día más y hasta me atrevería a decir que ese tricentenario empieza a fatigarle: dos discursos, cuatro lecciones magistrales, intervención en media docena de ponencias y el doble o más de mesas redondas. Paul, con los años, se ha convertido en un especialista. Vive de Racine, pero, afortunadamente, todavía le agrada; no siempre, pero todavía disfruta con él. Mientras moja el cruasán -un cruasán nada raciniano- en el café con leche, Paul me recuerda aquella visita que nos hizo, en enero de 1963, Vladímir Jankélévitch a la clase de Jacques Scherer para hablarnos de Lully, de la tragedia lírica; de Lully y Quinault, frente a la "tragédie parlée" de Racine. Y Vladímir, en cuatro frases, con aquella gracia suya en la que el quebrantahuesos rivalizaba con el ave del paraíso, echó por tierra aquel viejo cliché que oponía la tragedia lírica a la hablada, al tiempo que nos instaba a ser implacables con los viejos clichés, tan universitarios. Pero sin pasarnos de rosca: "De tous les conformismes, le conformisme du non conformisme est le plus hypocrite et le plus répandu aujourd"hui", nos dijo en 1963 el hombre-lobo del Quai des Fleurs (lástima que algún que otro lobezno de aquí, como Bru de Sala, no pudiese asistir a aquellas clases). Son las nueve en punto. El anfiteatro de la Sorbona empieza a llenarse. En la presidencia, Jean-Louis Leutrat, rector de la Université de Paris III-Sorbonne-Nouvelle; Georges Molinié, rector de la Université de Paris IV-Sorbonne, y André Legrand, rector de la Université de Paris X-Nanterre. Abre el fuego GeorgesForestier, profesor de Paris IV-Sorbonne, el editor del Racine de la Pléiade (Oeuvres complètes, I. Théâtre-Poésie. Gallimard, París, 1999. 450 francos). Forestier, pese a su aparente ligereza -¿la falsa humildad de un hombre que quisiera, sumo placer, que se le perdonara su inteligencia?-, es un peso pesado. A mí me recuerda, en más joven, al doctor Jordi Rubió, al que conocí en Blanes a finales de los cincuenta, almorzando en casa de mis padres una monumental lubina. Forestier lo-sabe-todo, pero sin avasallar. Forestier se pasea por las lecturas de la dramaturgia de Racine como un par de Francia se pasearía por la Normandía de Luis XIV o una soubrette de la marquesa de Sévigné por los apartamentos privados de la Champmeslé, "la plus merveilleuse comédienne que j"aie jamais vue....", escribe la marquesa sobre la amante de Racine. Forestier, con la elegancia de una vaca normanda, conduce el texto y la dramaturgia racinianas hacia un prado en el que el versallesco jardín de Le Nôtre se confunde definitivamente con el Mediterráneo de los griegos. Por la tarde, con Paul, nos llegamos al museo nacional de Port-Royal (Des Granges de Port-Royal), donde el pequeño Racine, huérfano de padre y madre, se educó. Era interno, como todos. Su horario empezaba a las cinco o seis de la mañana y finalizaba a las nueve de la noche, ya oscuro. Estudiaba griego y latín, francés -algo inusual en aquellos años-, español e italiano. Estudiaba historia, geografía, matemáticas, ciencias naturales. Aprendía a hablar, a escribir, a versificar. Le enseñaban a ser un buen cristiano y una persona honrada. Tenía los mejores profesores de su tiempo, los Solitarios de Port-Royal. Un buen día rompió con ellos. Se convirtió en un libertino -¡un autor teatral!-, pero, con la madurez, volvió al redil. Llegó a ser historiador oficial de su rey, que siempre fue su amigo; tuvo siete hijos, defendió a los Solitarios, a los jansenistas, frente a su rey; les ayudó hasta la muerte y pidió al rey, cosa que éste le concedió, ser enterrado en la abadía de Port-Royal. Como era de esperar, sus enemigos le acusaron de todo: desde cínico hasta sinvergüenza. Forestier asegura, apropiándose de un calificativo que le atribuye otro raciniano, Alain Viala, que fue un camaleón. Racine siempre creyó en Racine. Je suis l"autre. Fui muy feliz en la Sorbona y en Port-Royal, antes de regresar a la Gran Encisera (y encima en elecciones). P. S. Estando en París se me murió, se nos murió, Ramon Teixidor, el sargento Arensibia de La puta mili. Para mí era Ramon, el hermano de Jordi. Un chico simpático y extrovertido, un pedazo de pan. Le conocí hace un montón de años, cuando con sus amigos del grupo El Camaleó -como Racine- ensayaban una obra sobre el Vietnam (la guerra de entonces). Se preocupaba por su trabajo, creía en él. Creía que el teatro era algo más que ganar cuatro duros o cuatro millones, o 40 millones -que nunca los tuvo-. Ramon era un tipo decente. Un buen, un gran tipo.
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