Dimisión
ADOLF BELTRAN La renuncia de Borrell como candidato a la presidencia del Gobierno tiene la virtualidad de acelerar un proceso inexorable. Perdida una legislatura, los socialistas vuelven al principio, porque lo han querido así sus dirigentes, que no sus electores ni sus militantes cuando se les ha dejado expresarse en las urnas. Todas las ilusiones de cambio y de apertura que se desencadenaron tras la marcha de Felipe González, con la acertada intuición de que era necesario abrir otra etapa, han quedado en el camino hechas jirones. Primó el miedo a lo nuevo: a las ideas nuevas, a las caras nuevas, a las fórmulas nuevas. La conocida teoría de Michels sobre el comportamiento de las oligarquías partidarias tendrá en este periodo de la historia del PSOE un material de prueba bastante interesante. Y no es casual que surja en ese contexto el debate enfermizo sobre la maldad o la bondad de las dimisiones. Hay una mala conciencia apenas disimulada detrás de la polémica. ¿Cuándo se dimite bien y cuándo no? Si hemos de hacer caso a algunos socialistas, renunciar es algo abominable, la demostración de que el dimisionario era, en definitiva, "un extraño entre los nuestros". A uno se le ocurre, ingenuamente, que hay dimisiones distintas, que no dejan de ser un movimiento escaso pero necesario en la vida pública. Se puede dimitir por motivos éticos, como ha hecho Josep Borrell; por motivos políticos, como hizo Joan Romero en el PSPV cuando lo desautorizó la conjura de sus oponentes con algunos que habían sido sus aliados; por motivos personales, como creo que le ocurrió, al dejar su escaño de diputado autonómico, a Segundo Bru, quien ayer relativizaba en estas páginas la carga ética del asunto... ¿Y si empezamos a hacernos la pregunta al revés, tal como la formulan muchos ciudadanos cuando deciden dejar de apoyar a una opción política con su voto? ¿Por qué no dimiten? ¿Por qué no se van? ¿Por qué no dejan paso? Entre los imperfectos mecanismos de la democracia, hay uno que establece que, si un político no se marcha a tiempo, pueden mandarlo a casa los electores, salvo que se haga fuerte en el partido, ajeno a la derrota y al fracaso.
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