Amistades peligrosas
SEGUNDO BRU A lo que parece debemos ir olvidándonos de aquel consejo socrático sobre conocernos a nosotros mismos y preocuparnos más, sobre todo los políticos, de conocer a nuestros amigos. La dimisión o renuncia del candidato Borrell puede alcanzar o no, según se considere, las cimas del sacrificio altruista por apremio de la ética o si, por falta de fuelle -Almunia la considera excesiva- ha intentado huir de la fatídica fecha del 13 de junio. Algo tengo escrito acerca del confuso y magmático borrellismo en general, del injerto americano de las primarias en este país de Recesvinto que Almunia y Ciscar pusieron en marcha con algo de alegría y bastante irresponsabilidad imprevisora y de la preocupante inseguridad sicológica que demostraba Borrell. Me quedo no obstante con la sincera confesión, o dardo envenenado según se mire, que su ex esposa -en declaraciones al corresponsal de este diario en Jerusalén- ha lanzado al reconocer que "muchas veces" reparó en que los amigos Huguet y Aguiar vivían por encima de sus posibilidades, apreciación que si, incomprensiblemente, no fue transmitida a su pareja arroja serias dudas sobre la capacidad de percepción de su entonces cónyuge y responsable jerárquico de los ínclitos y, si lo hizo, no deja bien parada la sindéresis del hasta ahora candidato. Tampoco me uno a los que consideran que la dimisión en sí misma es un valor añadido para nadie, me inclino a relativizarla según las circunstancias en que se produce. La vida, por una parte, y la necesidad de no entrar en contradicción conmigo mismo y con lo que todos los profesores de economía le explicamos a nuestros alumnos acerca de la racionalidad en la elección, de que uno elige siempre ante diversas alternativas, que elige siempre lo mejor para él -que es el mejor juez de sus propios intereses- que elegimos siempre el mayor bien o, en su defecto, el mal menor y todo ello bajo un conjunto de restricciones (presupuestarias, temporales, físicas o morales) me conducen a considerar a que finalmente uno acaba haciendo lo que realmente quiere hacer. O lo que, dentro de sus preferencias más o menos estables, le dejan. Frente a la derecha, frente a los que según el injustamente olvidado, pero magníficamente retribuido Vicente Sanz, ejercen el arte de la política como oportunidad para enriquecerse, la izquierda se encuentra en el mismo dilema que siempre ha enfrentado a los demócratas frente a sus enemigos: la grandeza y la servidumbre de la democracia consisten en que tiene que defenderse, incluso de quienes quieren destruirla, mediante métodos democráticos. Por ello, la posiblemente ejemplar dimisión de Borrell, como en su momento fue la mucho menos ensalzada de Vicente Albero, sólo alcanza su verdadera dimensión frente a quienes comparten su mismo código ético. Otras dimisiones, la de Romero, la de Asunción en su momento, merecen por el contrario el menor de mis aprecios, sobre todo las de quienes ejercen la oportuna renuncia para salvar personalmente, y con el conveniente aplauso de la caverna mediática o papanática, tanto da, su figura para el siempre incierto futuro. Por ello, intentar esgrimir la dimisión de Borrell frente a quienes se carcajean de la ética y de la éstetica de la decencia, pidiéndoles que se contemplen en el ejemplo es una muestra de ingenuidad y de bisoñez políticas. ¿Cuándo le gustaron a Calibán los espejos?
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