Fernando de los Ríos, medio siglo de España
Se cumplen justamente hoy los cincuenta años de la muerte, en el exilio, en Nueva York, el 11 de mayo de 1949, de Fernando de los Ríos Urruti, destacado intelectual y político socialista español. Nacido en Ronda (Málaga) en 1879, íntimamente vinculado a la Institución Libre de Enseñanza y a su fundador, Francisco Giner de los Ríos, pensionado en Alemania en las Universidades de Jena y, de mayor influencia, con los neokantianos de Marburgo; catedrático de Derecho Político de la Universidad de Granada y, después, Madrid; participó activamente en las empresas políticas y culturales de la "generación de 1914", en torno a Ortega y Gasset. Ingresó en el partido socialista en 1919 y fue diputado en varias legislaturas; ministro de Justicia, de Instrucción Pública y de Estado en la Segunda República y, finalmente, embajador de ella en Washington de 1936 a 1939.Nadie, creo, podrá aducir que el profesor Fernando de los Ríos, autor entre otros libros de Mi viaje a la Rusia sovietista (1921) y El sentido humanista del socialismo (1926), fuese, como intelectual o como político, un hombre para nada desmesurado, exorbitante, extremoso o extremista. Al contrario, como es bien sabido, su talante personal y su formación, erasmista e ilustrada, respondían con claridad a caracteres y criterios más bien ponderados, liberales, conciliadores, de mesura, diálogo y comprensión. Decía y proponía entre nosotros cosas razonables y realistas, cosas viables y hacederas no sin comunes esfuerzos, desde luego, y a pesar de todas las dificultades y obstáculos tradicionales de nuestro país.
Su socialismo democrático, socialismo ético y humanista, solía ser en efecto calificado en aquellos ásperos tiempos como reformista, junto con el de Besteiro, Prieto y otros, por el sector considerado revolucionario de Largo Caballero, Araquistain o Álvarez del Vayo. Fue el de aquél en todo momento un socialismo que se entendía y se hacía coherentemente posible construido en inescindible correlación con la democracia: es decir, con los objetivos y los procedimientos de libertad y de autonomía moral que caracterizan a ésta, si bien profundizando en la igualdad para lograr que aquélla fuese más real y efectiva para todos los ciudadanos. Se ha dicho así que Fernando de los Ríos se adelantó a su tiempo, al menos en la circunstancia española de los años veinte y treinta. Cuando algunos partidos socialistas encontraban todavía fuertes resistencias, internas y externas, para liberarse con definitiva decisión del señuelo revolucionario y leninista, no faltaron gentes en su seno -él y otros, dirigentes o no, en el socialismo español- que se manifestaron con total claridad por esas vías y metas pluralistas y democráticas. Pasados ya aquellos lejanos malos tiempos, en que el problema de los socialistas era la democracia y a los que Fernando de los Ríos con inteligencia se habría adelantado, ¿estaría hoy éste, al fin, reconciliado con los socialistas de nuestros días -prácticas de los partidos e idearios personales-, sin duda alguna defensores de las vías e instituciones democráticas? Me temo que no del todo. Me temo que, con diferente motivo, no falten en esos u otros sectores políticos quienes de nuevo vean, otra vez, a aquél como mal sincronizado con los tiempos: ahora con el nuestro en este tan desconcertado e impreciso final y comienzo de siglo. Estaríamos así, en definitiva, ante un Fernando de los Ríos ya obsoleto, superado, tampoco válido ya incluso para esos socialistas en esta era de la globalización del capital (no del trabajo), de la privatización como la gran panacea, de la sacralización del mercado y de la competitividad.
¿Pues qué decía el disonante profesor? Entre otras cosas, que "capitalismo y humanitarismo son, en efecto, dos términos antitéticos, contradictorios". Y que "el capitalismo ha significado la exaltación de la idea de libertad aplicada a los objetos económicos con el fin de hacer más fácil la servidumbre de los hombres": libertad para las cosas pero no libertad para las personas. Lo que, en consecuencia, habría que hacer según él es "someter la vida del mercado a las exigencias del interés general". Para nada se olvidaba tampoco de la dimensión transnacional del problema: "Toda la política del imperialismo económico -escribe- ha consistido precisamente en apoderarse de los pueblos económicamente para poder justificar después el intervenir en su vida política" (...) "Tras los capitales -acusaba Fernando de los Ríos- están pues los Gobiernos; tras los Gobiernos, los ejércitos"... Concluirá desde ahí: "lo que afirmamos es que el capitalismo en sí mismo es una organización no de lucha, sino de guerra y, como tal, enemigo de la paz entre los pueblos". Inoportuno, sin duda, este moderado socialista: y equivocado, y anacrónico, sentenciarán hoy con enfado los neoliberales defensores del pensamiento único, los dogmáticos del capitalismo científico y la dictadura del mercado. Mala suerte la de este don Fernando de los Ríos: como demócrata tuvo razón demasiado pronto y como socialista ya es hoy demasiado tarde. ¿De verdad, habría aquél tenido razón demasiado pronto para unas cosas (el socialismo democrático) y demasiado tarde para otras (el socialismo humanista)? No lo creo yo así ni para entonces ni para hoy: al contrario, puede que en ambas haya sido y sea, sobre todo, un avanzado y todavía un precursor. Concuerdo en buena medida con Virgilio Zapatero, su más documentado estudioso que prepara un nuevo, decisivo, libro sobre aquél. Pero no es tampoco casual que, en medio de todo ello, de su época y de la nuestra, hayamos tenido en este país cuarenta años de y para, precisamente, la destrucción de la razón.
En esos funestos tiempos, hace ya medio siglo, moría Fernando de los Ríos, en el exilio, en Nueva York, ciudad en la que él fue profesor, concretamente en la New School for Social Research, durante algún curso en esa su postrer etapa. Allí hablaba fervorosa e ineludiblemente de España, de su historia y de su cultura, y de las relaciones con los pueblos hermanos de América La
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tina. Lo había hecho desde siempre y con gran altura de miras (ahí su obra Religión y Estado en la España del siglo XVI), incluso creo que interpretando quizás con excesiva comprensión hispánica no pocas de aquellas relaciones y, más en general, hasta el sentido mismo de algunas de nuestras propuestas imperiales.
Sin embargo, contra esa evidencia, a lo largo de toda su vida tuvo aquél que soportar que los fanáticos monopolizadores del sempiterno patriotismo le acusaran cerrilmente, como a tantos otros, de ser la encarnación misma de la anti-España. Y tal insidia habría incluso de incrementarse aquí ferozmente tras su desaparición -evito dar nombres y, sobre todo, apellidos- en aquellos tiempos de silencio o, peor, de mentira, de odio y de represión: expulsado a la fuerza de su país, se le tildaba cínica, cruelmente, de ser "el español, sin España". Y de otras cosas aún más penosas e injustas. La rememoración ahora de su muerte, la relectura hoy de sus escritos -está reciente la publicación de sus obras completas-, el conocimiento más acabado de su biografía, que no hagiografía, ayudará sin duda a devolvernos con mayor veracidad una perspectiva histórica, una realidad social, en la que, en definitiva, podamos volver a tener entre nosotros a hombres como Fernando de los Ríos, un intelectual y un político necesarios asimismo para la autocrítica reconstrucción de la actual España democrática.
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