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La mano neoclásica VALENTÍ PUIG

Comer entre figuraciones mitológicas a dos pasos del Vaticano fue un privilegio neoclásico que hoy se nos antojaría un paganismo abusivo. La mano neoclásica del escultor Damià Campeny, nacido en Mataró en 1771, hizo las estatuillas del conjunto Triomf de taula expuesto ahora en el museo Marès y que le fueron encargadas por el embajador de España ante la Santa Sede. Ese centenar de piezas caben en una sala mediana, ordenadas sobre una mesa similar a la que debía convocar los almuerzos y cenas del embajador, fastos en los que las confidencias de la curia romana y los chismes de alta política internacional se entrecruzaban con una deliciosa fricción eléctrica, cómplices con las miradas distraídas fugazmente por la breve suntuosidad de una figuración del verano o la interpretación en bronce del mes de enero, entre jarrones con bacantes, fruteros de mármol, candelabros y ánforas. Como una imagen desenfocada que deja fuera de lugar un fragmento de lo reproducido, la exposición de Campeny parece por completo al margen del itinerario ortodoxo de la Barcelona posmoderna, pero basta echar un vistazo para intrigarse por aquel mundo que cenaba en Roma bajo los auspicios de Apolo y Diana. Todo induce a imaginarse en qué mundo fueron compatibles la exaltación greco-latina con la lógica de la tradición vaticanista. Intriga todavía más tener presente que, a su regreso a Barcelona después de los años romanos como becario de la Junta de Comercio, Damià Campeny se aburrió bastante porque los pedidos de sus clientes catalanes le exigían esculpir las formas de la religiosidad cristiana. Muy lejos quedaba aquella Roma donde fue alumno y amigo del gran Canova, la Roma que lo dio todo como ejemplo del neoclasicismo. Viene a la memoria una de las razones por las que el periodista Manuel Brunet pasó en los museos romanos los mejores momentos de su exilio durante la guerra civil. Era un hombre de contundentes opiniones católicas, no clerical sino "anticlericaloide" -según matizaba Pla-. A menudo visitaba los museos acompañado de amigos sacerdotes y en algún momento del recorrido les hacía mirar para otro lado mientras él acariciaba con la mano el trasero de alguna escultura gloriosamente femenina. Una vez estaba ocupado en tal menester -concretamente en el museo de las Termas de Caracalla- cuando algo más lejos vio a otra persona que parecía imitarle. Era Alfonso XIII, en plena manifestación táctil de su admiración por una escultura de Venus. Así transcurrían los ocios del exilio monárquico. Es postulable que una exposición de arte conceptual no pueda sugerirnos una sensualidad tan inmediata y urgente, del mismo modo que algunas de las figuras concebidas por Campeny parecen requerir la aceptación de nuestras manos, exactamente al igual que les ocurría a los invitados a la Embajada de España en Piazza de Spagna. Haber estado a punto de caerse de un taburete de bar de diseño en algo legitima la admiración por la solidez neoclásica, como si viviéramos en un rococó tan fungible como exageradamente frágil y tuviéramos por un instante el deseo de confraternizar con objetos más perdurables y ordenados. En Roma, Damià Campeny debió de coincidir algunos años con el cardenal Despuig, eminente mallorquín nacido en 1745 y tan enamorado de la Roma antigua que al retirarse a su isla no olvidó de llevarse consigo determinadas piezas maestras de la estatuaria romana. Cuesta poco imaginar la figura epicúrea y astuta del cardenal Despuig cenando sentado a la mesa del embajador Antonio de Vargas y Laguna. El Ramillete o Triomf de taula de Campeny pudo solicitar estéticamente aquella imaginación curtida en las conspiraciones más turbulentas. Desgraciadamente, por el catálogo del museo Marès no sabemos qué menú se comía en la embajada de la Piazza de Spagna. Su alegoría del comercio cubano en una esquina de los Porxos d"en Xifré o sus piezas en la Llotja completan en parte el itinerario barcelonés de Campeny. Fue hombre de larga vida: nació con Carlos III y tuvo tiempo para ver como el gas llegaba a Barcelona, para iluminar una lámpara de su creación, en fecha inaugural. Luego tuvo una vejez algo aciaga y desprotegida, tan apartada del entusiasmo que toda Roma había sentido por su trionfo da tavola en la Embajada de España. Cuesta poco verse apartado del Olimpo. Del erotismo de Canova, Mario Praz escribe en su clásico Gusto neoclásico que es preliminar y contemplativo, un erotismo adolescente. Campeny tal vez sea un poco más sereno o incluso hierático. Sea como sea, tenemos a mano la figura del otoño, en su Triomf de taula, pieza de una gracilidad madura que llega de lo neoclásico para convertirse en clásica.

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