LA CRÓNICA Un escritor fácil SERGI PÀMIES
Acabo de terminar una de las mejores novelas que he leído en mi vida. Me ha hecho reír, llorar, pensar y, sobre todo, envidiar intensamente a su autor: John Irving. El libro se llama Una mujer difícil y acaba de llegar a las librerías en las versiones que Tusquets y Edicions 62 han editado en castellano y catalán, respectivamente. Si pueden, tómense un par de días libres, enciérrense con estas 567 páginas de literatura total y déjense llevar. Notarán como, al poco de despegar, la novela adquiere una velocidad no exenta de turbulencias que perdura durante todo el viaje. A tropecientos mil pies de altura, percibirán el vértigo que supone, desde la privilegiada ventanilla de lector, sobrevolar un argumento geográficamente salvaje en el que se cruzan ríos de amor y muerte, lagos de tragedia y cataratas de humor, todo alrededor de una familia marcada por la desaparición de dos hijos adolescentes que fallecen en un estúpido y terrible accidente. El dolor de la madre, la destructiva actitud del padre y la perturbadora indefensión de una hija que, a lo largo de 40 años, deberá apechugar con desconsuelos propios y ajenos convierten esta novela en la culminación de una carrera literaria que, en el caso de Irving, ya cuenta con cimas nada desdeñables. Como esos escaladores que coleccionan picos de ocho mil metros y que, al culminarlos, encienden un pitillo para desafiar al mundo y contener el pánico que les produce haber llegado tan alto, Irving acumula obras maestras con insultante serenidad. El mundo según Garp, El Hotel New Hampshire, Príncipes del Maine, reyes de Nueva Inglaterra y Una oración para Owen son algunos de los trofeos que figuran en su vitrina. ¿Que quién es John Irving? Un escritor americano que ronda los sesenta años, al que le gusta la lucha libre, que odia a los críticos, marcado por la dislexia y que considera que su trabajo tiene una octava parte de talento y siete de pura disciplina. En España, Irving ha encontrado en la editorial Tusquets un aliado respetuoso con su obra que, tomando el testigo de Argos-Vergara y lejos de adhesiones multitudinarias, alimenta puntualmente a los irvingdependientes del país. En mi caso, la adicción empezó, a finales de los setenta, con El mundo según Garp. Desde entonces, haría cualquier cosa por conseguir nuevas dosis. Una vez, en el Salón del Libro de París, estuve a punto de cometer una bajeza: pedirle un autógrafo. Él estaba firmando libros, esa tarea que tanto aborrece. Había una larga cola de admiradores (formada, en su mayoría, por hermosas mujeres francesas) esperando turno. Irving los despachaba con una sonrisa ensayada, intentando, como la protagonista de su novela, que no se le notaran las ganas de estar en cualquiera otra parte. Finalmente, no me consideré lo bastante hermosa ni francesa para molestarle, así que me marché. Como suele ocurrir casi siempre, pasaron los años hasta que, un día, el destino llamó -toc, toc- a mi puerta. Con motivo de la publicación de uno de sus libros, la editorial Tusquets me propuso presentarlo en Barcelona. Aluciné. Pepinos, para ser exactos. Me arrodillé en el pasillo cantando: "¡Aleluya!" y, durante una semana, no pensé en nada más y estuve como ausente. Incluso me propuse adelgazar, apuntarme a un gimnasio y hacer footing para no desentonar con la disuasoria musculatura -no sólo literaria- del señor Irving. Preparé mi discurso y redacté frases como: a) "el oficio de Irving no consiste tanto en inventar mentiras como en crear verdades", b) "Irving es wagneriano en sus excesos pero también en su brutal capacidad para conmover" y c) "con Irving se produce un extraño fenómeno: uno acaba riendo con lo trágico y llorando con lo cómico". Al cabo de unos días, me llamaron. Irving había suspendido el viaje. ¿Por qué?, pregunté conteniendo el tremendo dolor que me producía la noticia. Resulta que Irving pasa la mitad del año en Toronto y que, además, está casado con una canadiense. Resulta que, por aquellas fechas, a nuestro Gobierno le dio por liarse a conflicto limpio con Canadá por culpa de un apestoso puñado de peces osteícteos y pleuronéctidos conocidos como "fletanes". La llamaron pomposamente "la guerra del fletán" y alcanzó su punto álgido cuando el siempre oportuno Gobierno español decidió, como represalia a los problemas pesqueros, poner trabas a los turistas canadienses, entre los que se encontraban, con las maletas preparadas, John Irving y su esposa. Cabreados con tan absurda medida, los Irving anularon la presentación. Decisión irrevocable. Se acabó lo que se daba. Adiós. Fin. Actualmente, nadie se acuerda ya de aquella maldita y absurda "guerra del fletán". Sólo yo, que me quedé sin presentación y sin motivación para apuntarme a un gimnasio y que, ahora, tras haber devorado como un melocotón maduro esta maravilla titulada Una mujer difícil, me asusto pensando en lo difícil que me va a resultar esperar los largos años que faltan para que Irving vuelva a escribir su próximo libro.
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