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LA CASA POR LA VENTANA Una convicción accidental JULIO A. MÁÑEZ

Lo primero que enseñan en la escuelas de cine es que el alumno debe dejar en la entrada la timidez de sus propósitos una vez decidido a escribir un guión, porque dos horas de pantalla, además de costar una pasta a amortizar en taquilla, vienen a ser el resumen de una vida y dan realmente para mucho. No es precisamente tímido el Coppola que escribe para la tercera parte de El padrino la escena en la que un helicóptero ametralla la planta del hotel donde se reúnen los mafiosos, pero tampoco lo es, aunque con menos estrépito, cuando atribuye a los Corleone el halo trágico de las sagas shakespeareanas, ni resultan tacaños en la magnitud de la valentía artística el Bergman de Fanny y Alexander, el Fellini de Ocho y medio o el Wilder que recoge en El apartamento la mezquindad del directivo mediante una historia de amor entre una guapa ascensorista y un infeliz empleado de seguros. No sé si en los talleres y escuelas de narrativa, que proliferan en una época en la que escribir lleva camino de convertirse en un remedio contra el paro universitario o en vehículo de toda clase de desahogos emocionales, se sugiere también a los alumnos un precepto de esa clase, o si es que muchos escritores jamás han asistido (y muy bien que hacen) a cursos de esa especie, pero lo cierto es que la timidez narrativa de la novela que se hace ahora mismo resulta escalofriante en relación con lo que pasa en la calle. Ya hace tiempo que vemos en los intentos de escribir aquí una novela negra (Manuel Vázquez Montalbán, como pionero, y los epígonos) una desviación así como propensa a la suma de apuntes de sociólogo aficionado, lo que alude a la dificultad de imitar un género que requiere de la cultura del revólver junto al despertador en la mesilla de noche para salir adelante. Todo el mundo dice que el XIX fue el siglo de la novela, pero La ciudad de los prodigios (Eduardo Mendoza) o Saúl ante Samuel (Juan Benet) han marcado el horizonte de la narrativa en las postrimerías del nuestro. O se recurre a la seriedad del estilo o se hace crónica fabulada de la actualidad, pero no está claro que se pueda nadar entre dos aguas para obviar el aliento trágico de lo que sucede cada día. A fin de cuentas, Flaubert hizo la historia de la Francia que le tocó en suerte con el relato de las desventuras de una malcasada provinciana, y Clarín retrató al Oviedo de su época con una altura todavía inédita para una ciudad como la nuestra. Más que hacer literatura, se la acosa, hasta el punto de que alguno, como Jordi Mata, se toma la molestia de escribir una novela para ajustarle las cuentas a un crítico que, al parecer, lo trató sin consideración. Como dice Rafael Conte, no tiene ningún sentido hacer la crítica de la crítica, y si lo tiene, es asunto menor. Yo no sé si algún escritor de novela parapolicial con pretensiones de cronista de la sociedad tiene lo que hay que tener (gracia, estilo y pasión por documentarse) para hacer el relato fabulado de las últimas horas de la señora Ewa Biedak, pero me parece que en lo que se sabe de las circunstancias que han rodeado su muerte hay esa clase de material con el que James Ellroy escribió L.A.Confidential. Retrato de una cierta sociedad, incluso con toques chuscos y algo berlanguianos, como el de ese sospechoso de abolengo que acude con su familia a misa de una para correr luego al encuentro con su amante (oficiante de la segunda profesión más antigua del mundo: la primera fue la del que olfateó las ventajas de que otros ejercieran el oficio) sin olvidar detalles escabrosos como el del preservativo usado que alguien (¿la víctima, después de un servicio? ¿El último usuario de la víctima? ¿Una asistente poco o demasiado escrupulosa con sus obligaciones?) depositó en el cubo de la basura y que los toxicólogos andan analizando, ni esa reveladora (pero ¿de qué exactamente?) indecisión de la persona que descubre el cadáver y considera necesario consultar con dos amigos antes de comunicar su hallazgo a la policía. También pueden atribuirse a algún protagonista problemas de conciencia -religiosa- en el sentido de que el papa Wojtyla condena sin matices el uso de anticonceptivos (aunque no sepamos si la víctima, polaca, compartía la religión de Lech Walesa), y construir una escena espléndida en la que un delegado del Gobierno calma a los empresarios en la gala de entrega de unos premios a su medida. Claro que para desentrañar primero y desarrollar después tanta madeja se requiere de esa convicción que sólo el talento suministra.

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