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Cuando el sentimentalismo impide pensar

Elías Canetti dijo una vez que, en el mundo moderno, pronto sería más fácil empezar una guerra nuclear que colgar a un hombre de una farola. El comentario capta a la perfección la curiosa combinación de sentimentalismo e insensibilidad que caracteriza a nuestro tiempo.Porque la nuestra es una era en la que las manifestaciones de buenos sentimientos y las demostraciones de crueldad, el gusto por el eufemismo y el gusto por el sadismo, van de la mano. Evidentemente, siempre ha habido diferencia entre lo que se predica y lo que se hace. Cualquier cristiano que glorifique el ejemplo de Cristo y lamente los actos que, en el transcurso de casi dos mil años, se han llevado a cabo en su nombre, puede dar fe de ello. Por consiguiente, lo que marca este fin de milenio no es tanto la hipocresía como el sentimentalismo, un sentimentalismo empalagoso, que impide pensar, que lo impregna todo.

Naturalmente, todos somos propensos a ponernos sentimentales respecto a nuestro tiempo. Es humano. Después de todo, la hora de uno es la hora de su muerte. Por eso no es chocante que el ser humano sienta la necesidad (superada sólo en esos momentos en los que la victoria de la violencia o de la maldad es innegable incluso para el carácter más panglosiano) de suponer que su época es la mejor, la más civilizada, la más "progresista" o la más humana. El hecho de que problamente no podamos ser un ejemplo de tales valores para nuestros futuros descendientes es, en el mejor de los casos, difícil de soportar y, generalmente, casi imposible de admitir. "Ningún hombre", dijo La Rochefoucauld, "puede mirar fijamente a la muerte o al sol durante mucho tiempo", y, en cierto sentido, lo mismo nos pasa cuando nos contemplamos a nosotros mismos.

Pero como los seres humanos no son tan estúpidos ni ilusos - al menos individualmente, colectivamente es otro cantar-, tienen que elaborar ficciones que les reafirmen en esas creencias. Y, por regla general, cuanto más privilegiado sea el medio social de un individuo y cuanto más rica sea la nación de la que uno es ciudadano, mayor es la sensación de que se está llegando al perfeccionamiento humano.

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No fue fruto del azar el que los misioneros occidentales fueran reclutados entre la nobleza y, más tarde, entre la burguesía en ascenso. Ni tampoco es casualidad que en todas las épocas la gente que más ardientemente ha adoptado la ideología de progreso, independientemente de que fuera un proyecto grandioso como cristianizar al mundo, o colectivizarlo, o planes más modestos de reforma y mejora social, ha sido la gente ociosa. Lo que Brecht llamó fressenmoral (algo así como moral del engorde) y resumió con el epigrama "primero, la manduca, y luego, la ética", ha sido casi siempre la regla histórica.

Ello no tiene nada de malo y, probablemente, hay muchas cosas que lo hacen inevitable. ¿Quiénes sino los que viven de las rentas tienen tiempo libre para pensar en esquemas de mejora social? Suponer, como hizo Sócrates en una época en que la esclavitud era la norma y la sumisión de las mujeres, absoluta, que estos órdenes "naturales" podrían ser derribados un día, requería, entre otras cosas, tiempo para poder dar curso libre a la imaginación. Esta noción de imaginación al poder -el eslogan de los estudiantes activistas franceses en mayo de 1968, dos mil años después de la muerte de Sócrates- es una idea que, forzosamente los estudiantes, con su dedicación y energía, pero también con su tiempo libre, estaban en condiciones únicas de defender.

Y a veces, el fruto de todas estas imaginaciones es una verdadera transformación social. Los activistas que en el siglo XVIII lucharon contra la esclavitud en Francia y en Inglaterra se alzaron con la victoria, y los que, en nombre del realismo, o la historia, rechazaron su idealismo, fueron derrotados. Los campeones de la caridad del Comité Internacional de la Cruz Roja consiguieron imponer un conjunto de leyes que regían y limitaban la forma en que se podían librar las guerras, aunque sus adversarios insistieran, con bastante razón, en que los Estados y sus ejércitos jamás aceptarían esas limitaciones a su libertad de acción.

¿Significa esto que dichos proyectos redimieran al mundo o estuvieran cerca de convertirlo en el lugar humano y decente que Sócrates, o Henri Dunant, o los estudiantes franceses, esperaban? Naturalmente que no. Sólo demuestra que en la partida entre el realismo y el idealismo la baraja no está tan cargada de ases como parece estar. También demuestra que algunas historias e ideas, defendidas con determinación, repetidas las suficientes veces, y elaboradas en un momento en que otras fuerzas materiales hacen menos evidentes las certezas que dichas ideas pretenden eliminar, pueden transformar el mundo. La trata de esclavos, y más tarde la esclavitud colonial, fueron abolidas, y se debió en gran medida a las convicciones de Wilberforce y Schoelcher -y de Las Casas antes que ellos- y no simplemente a que el capitalismo ya no "necesitaba" la esclavitud, como solían afirmar los marxistas.

Pero, así como las victorias que supusieron los logros materiales del espíritu renovador han sido suficientemente reales, también lo ha sido su tendencia a crecerse y a imaginar que su capacidad es mucho mayor que nunca. En el pasado ha habido momentos en que esto constituyó un problema relativamente insignificante. La campaña de E. D. Morel contra el régimen genocida del rey Leopoldo en Congo, emprendida en pleno auge de la expansión imperial europea en África, fue uno de esos momentos. Pero ha habido otras épocas en las que esa tendencia a excederse de los límites pareció barrer todo vestigio de sentido común, momentos en que los reformadores empezaron por confundir sus deseos con la realidad y llegaron rápidamente al punto en que ya no eran capaces de distinguir entre ambos.

La nuestra, creo yo, es una de esas épocas. Sin duda, es producto de buenas intenciones. En las ruinas de una Europa destruida por el nazismo, y en vísperas de la disolución del imperio colonial de Europa (ya discernible claramente en la década de los treinta, si no antes), era posible que la gente creyera que la humanidad estaba por fin preparada para erigir instituciones que garantizaran que jamás se permitiría que esos horrores se repitieran y que, si llegaban a manifestarse, serían frenados por lo que, en aquellos tiempos, y sin ironía ni comillas, los hombres y mujeres inteligentes llamaban la comunidad internacional.

La ONU se creó para poner en práctica este programa de responsabilidad, para ser la institución que habría de transformar

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los sueños de los reformadores en normas vinculantes. Y los tratados y convenciones que se promulgaron inmediatamente después de su creación en 1945 -la Convención contra el Genocidio, la Declaración Universal de Derechos Humanos, las Convenciones de Ginebra y sus Protocolos Adicionales- parecían ofrecer una base para creer que el cambio era real.

Pero el cambio no fue real. Nuestra era ha resultado ser una era de rapidez, no de escrúpulo, o, como lo ha expresado Barrington Moore, de "movimiento, no de memoria". El siglo de Nunca Jamás, como a veces lo llaman los defensores de los derechos humanos, ha desembocado en los genocidios de Bosnia y Ruanda, en las hambrunas del Cuerno de África y en la implacable campaña para exterminar o transformar el Tíbet. La convicción de estos militantes de que si conseguíamos establecer unas buenas normas la gente, por decirlo de alguna manera, "emigraría" hacia ellas, resultó no ser más que una insigne ilusión. En lugar de vernos en un mundo mejor, nos agitamos con violencia, reacios a prescindir de nuestras reconfortantes fantasías, o tal vez incapaces.

Es como si la gente de buena voluntad, que pensaba que la llevaban hacia una tierra prometida de justicia, paz, derechos humanos y distribución igualitaria, hubiera descubierto que se encontraba en el mismo matadero en que siempre han vivido los seres humanos. Es un descubrimiento terrible que la mayoría de los activistas han rechazado. Por el contrario, han procurado establecer más leyes, más convenciones -el Tribunal Criminal Internacional, una fuerza militar permanentemente a disposición del secretario general de Naciones Unidas, un protagonismo cada vez mayor de las organizaciones humanitarias y múltiples sugerencias más- mientras insisten en que esta vez la transformación verdadera está por fin próxima. Visto desde una distancia escéptica, estas manifestaciones tienen algo del espíritu de devoción religiosa, como si para imponer el credo de los derechos humanos bastara con repetirlo un número suficiente de veces.

Y con todo, así como la idea de que la compasión humana podía acabar con la guerra y la miseria no sobrevivió a Mogadishu, Kigali y Sarajevo, parece poco probable que la ortodoxia actual, que es que el imperativo categórico de los derechos humanos pondrá los cimientos morales de un mundo más bueno, vaya a tener un fin mejor. El problema radica en que si succionamos la fuerza a la historia de los derechos humanos, ¿con qué la vamos a sustituir? En un mundo con mucho fanatismo pero sin fe, con mucha piedad pero sin memoria, un mundo que habla de espiritualidad, pero que es igual de descarada y monolíticamente material que siempre, es bastante fácil suponer que la idea de la solidaridad desaparezca por completo. Y, sin embargo, del mismo modo que sueños y realidad no son la misma cosa, la justicia y la verdad tampoco lo son.

Soy consciente de que no he propuesto ninguna solución. Y lo que es peor, parece que me estoy lamentando por la desaparición de mitos en los que no puedo creer. Lo mejor que se me ocurre es que para que haya ideas de solidaridad y justicia que consigan ganarse alguna vez la fidelidad de la gente va a haber que basarlas en una percepción de las posibilidades del ser humano mucho más sólida, más humilde y, ante todo, mucho menos sentimental. Tendremos que vernos, como Nadine Gordimer comentó una vez, como si ya estuviéramos muertos. En otras palabras, tendremos que mirar fijamente a la muerte y al sol, y durante el tiempo que haga falta.

David Rieff es escritor estadounidense.

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