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Personajes

Laurent Jalabert

Laurent Jalabert es francés pero necesita contemplar a diario el maillot de campeón de su país para fijar con exactitud sus orígenes (Mazamet, 1968). Exiliado desde hace ocho años en un conjunto español que simultanea con disparidad sus sedes en Madrid y Berriz (Vizcaya), su centro de gravedad emocional para por estas tierras. Casi una obligación cuando compañeros, mecánicos o masajistas se empeñan en hacer apología (que no política) de lo regional. Puestos a alcanzar extremos, algunos podrían encontrar en sus rasgos faciales restos del famoso Rh tan reclamado últimamente. O considerar sospechosa la estética perfecta de su cráneo tocado por una de esas txapelas por aquí conquistadas y que señalan sin remedio a los elegidos. Además, desde el pasado viernes puede lucir la pieza de tela redonda más ambicionada: la que le colocaron sobre la cabeza (después de contemplarla tres veces desde el segundo peldaño del podio) tras imponerse por primera vez -o por fin- en la Vuelta al País Vasco. Su director decidió esa tarde prescindir del champagne (por francés) para celebrar lo ansiado con pizza, por elaborada en el local de su ex corredor Alberto Leanizbarrutia. Pero Jalabert sigue siendo francés para recordar a los suyos que su mejor corredor presta sus servicios en el extranjero. Quizás para reforzar el matiz empezó ganando la Vuelta en 1995 antes de estrellarse en casi todos los Tour que ha disputado, salvo en el de ese mismo año, en el que su equipo desencadenó una ofensiva que le llevó a ganar en Mende y a preocupar a Induráin en el día de la fiesta nacional francesa. Puede que sea la prueba de un mútuo rechazo entre los dos símbolos del ciclismo francés. La escasa militancia de Jalabert resultó rápidamente compensada con la asimilación del patriota Richard Virenque como estandarte de lo nacional. De golpe, ambos se encontraron como antagonistas de lo periférico, puesto que la carretera ya les había separado definitivamente: Jalabert, como ciclista completo, casi total; Virenque, como flor de julio. La gloria de este último, efímera y exagerada, pero amplificada y distorsionada por el prisma del Tour, convirtió al primero en un segundón empachado de éxitos sospechosos en España. Los últimos acontecimientos les ha unido en el rechazo: la prensa vecina ya no quiere a su mascota, la de los lunares rojos de escalador, repudiada por negar lo obvio sin demostrar (el dopaje). Más orgulloso que Virenque, Jalabert no hace nada por cubrir el foso abierto y reta a la federación de su país a que le impida disputar el campeonato nacional o el Mundial por no compartir sus criterios en la lucha contra el dopaje. Va con su carácter. Pero más que sus colores, mucho más que su desapego forzoso por la Grande Boucle, o su irreverencia, molesta su dialéctica. Jalabert taladra al hablar y al mirar. Soporta mal la vulgaridad, los tópicos, la mala educación de aquellos que acechan sus movimientos pero atiende con sorpresa al que demuestra un mínimo de sensibilidad. Ésta cualidad le convierte en orador interesante, jugoso a poco que existan unas condiciones mínimas. Su ejemplo, escasamente imitado (tanta culpa tienen los que responden como los que preguntan) ha calado hondo en algún compañero: David Etxebarria imita su forma de correr (lógico cuando se poseen las cualidades) pero también su verbo. Menos tópicos, más verdades. Sin embargo, Jalabert tiene mucho de Sáiz, su director, su conciencia, su amigo. En 1991, el francés porfiaba por convertirse en velocista de grupos esquilmados. Sáiz le susurró la posibilidad de avanzar un paso, luego otro y así sucesivamente. Resultado: exhibe 114 victorias de todas las tallas y colores. Una de las grandes vueltas, muchas de las otras, clásicas-monumento, o campeonatos. Testigo de su crecimiento, su actual dominio del esfuerzo solitario y cronometrado. Hasta hace dos temporadas, jamás había ganado una contrarreloj. Dispone de esa extraña capacidad para interiorizar lo aprendido y perfeccionarlo en detrimento de atributos en desuso. Esto, y la brutal caída en Armentieres que le desfiguró, explica que haya perdido el gusto por las emociones siempre extremas de las llegadas masivas. En realidad, ahora le falta tiempo y convicción para alcanzar la perfección que concede el amarillo del Tour. Su presencia es perenne, y en la clasificación de los regulares sigue siendo de los pocos capaces de llevar su militancia ciclista al extremo de ganar de febrero a septiembre. Pantani diría que eso es ser un campeón.

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