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Semana gentílica

A. R. ALMODÓVAR El año pasado, por estas fechas, propusimos una lectura gentílica de la Semana Santa andaluza. Algunas personas nos comunicaron su sorpresa; otras su incomodidad. Pero lo sorprendente es que, entre tantas teorías como se manejan para explicar el modo peculiar en que los andaluces celebramos el equinoccio de Primavera, no tenga más predicamento ésta de la reminiscencia de antiguos ritos consagrados a deidades de la vegetación. Deidades que Roma incorporó de religiones orientales (Siria, Babilonia, Egipto...) y que dejaron entre nosotros huellas muy profundas; tanto, que no se ven, pero afloran intempestivamente cada año. Son desde luego evidencias perturbadoras, incluso para los no practicantes de religión alguna. Pero ahí están, en los libros, y en las calles, a poco que se quiera leer y mirar. Tal vez no resulte ocioso reproducir algunas de nuestras citas de La rama dorada, de Frazer: "Lavaban con agua pura una efigie del dios muerto, ungían con aceite y vestían con una túnica roja, mientras nubes de incienso se elevaban en el aire...". "El tronco del árbol era amortajado con bandas de lana (Árbol de la cruz, dice la liturgia cristiana). Después ataban a la mitad del tronco la figura de un joven (para un sacrificio cruento), excitados por la bárbara música del chasquido de los címbalos, el redoble de los tambores, los trompetazos de los cuernos". Otras páginas nos hablan de cómo las calles de Roma se llenaban de un gentío arrebatado por la emoción en las procesiones de la madre de los dioses, y arrojaban pétalos sobre las imágenes. Lo esencial en esta pervivencia son los ritos exaltados y multitudinarios en torno a una gran diosa madre, cuya forma más conocida entre nosotros es Cibeles, y a su hijo, un mancebo luminoso destinado a muerte terrible y a resucitar glorificado; Adonis o Attis, cuyo culto introdujo el emperador Claudio, y de cuya mano sin duda llegó hasta nosotros. El cristianismo oficial se superpuso a estas celebraciones, restándoles, como en otras fiestas de primavera, el componente orgiástico, y acentuando la parte lúgubre e inculpatoria, a su propósito de amedrentar y someter a las masas. En el caso de la Semana Santa se ayudó de una estética del esplendor externo, cual es el barroco, para sublimar las vivencias irrefrenables de la gente. Y ya en el modelo sevillano, de los remanentes del oro y la plata que descargaban los galeones de Indias, para una orfebrería suntuaria que acabase de deslumbrar a las multitudes. Todavía en tiempos más modernos, la expulsión de los habitantes de los barrios antiguos, por obra de un urbanismo fatídico, acrecienta el ansia de retorno a las raíces que expresan también esas concentraciones en el centro los días grandes. En suma, un sincretismo cultural que sólo la costumbre nos lo hace aparecer como coherente. Quizás la "sabia armonía" de que nos habla Chaves Nogales, o "la gracia única, inefable", de José María Izquierdo. Pero es la agudeza del gran poeta la que acierta a definir la perplejidad ante esos dos mundos, forzados a entenderse. Dice Cernuda, en Ocnos: "¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la hermosura?"

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