Un castillo en los límites
La niebla se arremolina sobre la cumbre. Desde la carretera, al pie del cerro, sólo se aprecian las siluetas desdibujadas de un grupo de casitas que parecen descolgarse, formando círculos concéntricos, sobre una estribación de más de mil metros. Al pie mismo, donde la cal no ha cobrado formas geométricas, ganan terreno las olivas, que reptan monte abajo y se pierden, en ondas longitudinales, en los confines de la sierra. Allá donde se mire no habrá más que eso: olivares, millones de cepas sujetas a los caprichos de la orografía, definiendo con su verde perenne unos dominios de tierra, doblegada por la mano de los labradores, que se adentra hacia la Sierra de las Villas. Iznatoraf -Yznatorafe, Torafe- es un límite a la sierra, un "montón de tierra", dice la etimología, que se convirtió en castillo. Porque "castillo de los límites" es otra de las traducciones de su nombre. La carretera serpentea cerro arriba en busca del pueblo. Unas 1.400 almas habitan este lugar que, de no ser por la mano constructiva del hombre, que arrasa con lo que la historia le legó, conservaría intactas sus formas de ciudadela, de espacio de dominio. Cuenta la leyenda que en este punto, Aníbal -general de Cartago, esposo de Himilce- reunió a sus tropas para dividirlas con su hermano Asdrúbal y emprender la conquista fallida de Roma. No hay huellas, más allá de las míticas, sobre las huestes cartaginesas. El tiempo a Torafe la convirtió en lo que es, un señero lugar de frontera, una atalaya que ya custodiaba los campos, cuando las taifas desmembraron el Califato. En cualquiera de sus callejuelas se respira el ambiente oteador de los vigilantes medievales, de aquellos señores que intentaron vedar el paso cristiano hacia Granada desde todas las fronteras de Al-Andalus. La ciudadela cobró fuerza e instaló a sus pies dos fortalezas que afianzaran su permanencia. La del norte es ahora Villanueva del Arzobispo; la del sur, Villacarrillo. La miran desde la lejana historia, con los ojos del siervo al que el progreso le ha dado coches, comercio y cabeza de partido judicial. La ropa de San Fernando La niebla se disipa a empellones, desplazada por el aire frío de las montañas vecinas. En la plaza de San Fernando, el sol descubre losetas humedecidas sobre las que se eleva la Iglesia de la Asunción. En su interior, como un tesoro, se guardan las ropas del rey santo, que tomó la mayor de las cuatro villas en el primer tercio del siglo XIII para convertirla en guardiana del Adelantamiento de Cazorla. La Reconquista pulió el alcázar y dejó marcas sobre la vieja ciudad. Casonas solariegas, la Puerta del Arrabal estigmatizada por blasones nobiliarios, la quinta de la calle del Cobertizo con su forma de venta quijotesca... Deambular es la mejor forma para dejarse sorprender por edificios decimonónicos, entreverados con las casas encaladas de grandes puertas y aldabas brillantes. Las callejuelas siguen el camino caprichoso del cerro, se ensanchan y estrechan al gusto de las viviendas, terminan sin aviso previo y obligan a retroceder, o bien abren, en una esquina inesperada, una nueva vereda, a menudo sin acerar, que conduce a otro callejón, con salida o sin ella, donde las rejas forjadas con arte de orfebres esperan que el calor las cubra de geranios. El itinerario zigzaguea siempre. Conduce al visitante hacia el Paseo de las Torres para mostrarle otra extensa superficie de colinas verdes sobre suelos que cambian de color con el paso de las nubes. "En las noches claras pueden verse hasta 26 pueblos", comenta un improvisado guía. Siguiendo el paseo se descubren, sin orden, paños de muralla, detalles de arcos que fueron puerta de entrada o vestigios de torreones cuyo interior, en algunos casos, se han convertido en confortable sala de estar. En la ronda circular, al final, casi sin darse importancia, aparece la ermita donde se venera al Cristo de la Vera Cruz, el patrón local. Es un edificio recoleto, que contiene el camarín barroco donde se aloja la talla. Si se eligen las calles adecuadas es posible desembocar en el Paseo de la Cava para ir cerrando el cinturón hasta llegar al Arrabal, homenajear la imagen de Fernando III en el Solano y regresar a la plaza, en tiempos patio de armas, por el arco de la Virgen del Postigo, puerta principal de la ciudad de intramuros. Pero el gusto de callejear sin rumbo, buscando un espacio indefinido, conducirá sin duda a la calle Rincón que, como la de la Cruz, parece creada para dejar sitio a rejas y hiedras, a las paredes encaladas y a los restos de pintura azul, en las puertas o los zócalos, para ahuyentar a los insectos. La templanza se va imponiendo. Le retira al paisaje el velo melancólico y descubre un horizonte sinuoso, siempre de olivos. El pueblo se vuelve casi enteramente blanco, con pequeñas manchas de pasado detenido en un arco que une dos viviendas o las columnas adosadas de una casa donde, probablemente, se encierra la leyenda de algún sueño de Reconquista.
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