Querido forzudo
Hace apenas un par de semanas, en una de esas cadenas nuevas de televisión que tanto han proliferado en la actualidad, un amigo y yo vimos casualmente, mientras tomábamos una cerveza, una singular competición de levantamiento de peso. Hombres enormes, sudorosos, con la cabeza rapada, y esos cuerpos desmesurados, lentos de los grandes mamíferos, competían entre ellos, en una atmósfera de verdad extraña. Porque no se trataba en sostener piedras, troncos o esas bolas de hierro que alimentaban las bocas de los cañones, sino grandes bolsas, que luego debían mantener a pulso, con los brazos en cruz, el mayor tiempo posible. La prueba estaba financiada por una célebre marca de electrodomésticos, cuyo nombre no se limitaba a aparecer en un lugar muy visible del escenario, sino que lo hacía en las mismas bolsas que aquellos hombrones tenían que sostener, como si a la postre la prueba sólo consistiera en hacer visible el nombre de aquella marca de la que todo, la organización misma, la retransmisión, el orden de los días y de las noches, parecía depender (lo que, y para que no quedara duda alguna, se hacía del todo patente en la prueba estrella de la noche, en que las bolsas eran sustituidas por dos flamantes televisores de la marca patrocinadora).El espectáculo indignó a mi amigo, que es un hombre por lo general apacible y cortés, pero que cada vez con más frecuencia sufre esos ataques de repentina cólera. De forma que se puso a despotricar contra participantes, organizadores, la marca que los promocionaba y, de paso, contra la modernidad misma, que hace que espectáculos así puedan integrarse sin mayores problemas en este fondo de desolación e inanidad que, según él, es el mundo que nos ha tocado vivir en este siglo que acaba. Yo, con mi proverbial optimismo, me atreví a contradecirle. "Y sin embargo, le dije tímidamente, se trata de un espectáculo de forzudos". Y le recordé cuando éramos chicos y espectáculos así se anunciaban en las ferias o los circos que íbamos a ver. Hombres enormes, casi siempre provistos de grandes barbas, vestidos con pieles de leopardo, que torcían barras de hierro, partían sillas con la cabeza, o se hacían encadenar para al momento siguiente, romper aquellas ataduras con la fuerza simple de su tórax henchido. Yo he visto levantar a uno un caballo, con su domadora encima; y en una ocasión más memorable aún, a otro de ellos hacer lo propio con una gran mesa, en la que previamente había hecho subir a varias personas del público. Entre ellas a una amiga mía, que nunca me pareció más divertida y guapa que cuando estuvo en medio del escenario iluminado, sostenida por unas espaldas que yo hubiera deseado que fueran las mías (en aquellos tiempos los adolescentes todavía teníamos respecto a las chicas fantasías así). Una auténtica maravilla, que todavía ahora recuerdo lleno de melancolía y frágil perversidad.
Pero mi amigo tenía razón, y estaba claro que no era lo mismo. Pues si bien es cierto que el espectáculo de los televisores era una escena de forzudos, no lo es menos que poco o nada tenía que ver con lo que nosotros recordábamos. Porque no es que un forzudo no pueda cargar televisores, o electrodomésticos, sino que debe hacerlo por algo que nos concierna. Eso era ser un forzudo, alguien dotado de una fuerza superior a la del resto de los mortales, que se veía obligado a intervenir en acontecimientos en los que el destino de su comunidad estaba en juego. O dicho de otra forma, la fuerza, en aquellas escenas remotas, estaba investida de honor. Y cuando veíamos el forzudo pensábamos en extrañas apuestas, en búsquedas impostergables, en tareas desmesuradas que este hombre tenía que cumplir como fuera.
¿Quién es? nos preguntábamos. ¿Por qué estaba en un circo, paseando su oscura, su feroz melancolía por los rincones más olvidados del mundo? Ésas eran algunas de las preguntas que no podíamos dejar de hacernos, de forma que asistir a la actuación de uno de ellos, no era sólo contemplar la fuerza de su ejecutante, sino preguntarse por su vida, por las extrañas circunstancias que le habían llevado a tener que refugiarse en un lugar así, y pasar los últimos años de su vida lejos de su familia y su pueblo. Por eso he dicho que se trata de una escena de honor. Y quiero que se entienda esta palabra de la forma que Rafael Sánchez Ferlosio alude a ella, para explicar el conflicto de lord Jim, el protagonista de la novela de Conrad. "El sentimiento de honor perdido, escribe Ferlosio, no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás". De forma que el deshonor no es tanto "haberse fallado a uno mismo" sino "haberles fallado a los otros". Y esa era la impresión que nos producían estos hombres descomunales. Alguien que había fallado a los demás y que al contrario de lo que hacía el resto de los mortales, que no era otra cosa que ignorar su indignidad, ahora estaban purgando su falta. Que era, en suma, lo que le pasaba a Sansón cuando destruía el templo sobre las cabezas de los filisteos; o aquello en lo que se empeña Hércules en sus célebres trabajos. Y cualquier niño de mi tiempo sabía con naturalidad meridiana quién era Sansón, o Hércules. Y lo sabíamos porque aún vivíamos inmersos en una cultura del relato, que no sé si se ha perdido en nuestro tiempo, pero que obviamente está amenazada. Y por eso a mí me parece tan importante la literatura, y que si aún tiene una tarea que cumplir en ese fin del milenio, ésta no puede ser otra que renovar ese humus que, como el humus del bosque, es el verdadero alimento de nuestra imaginación. Ese humus que es el único que nos puede hacer ver que el forzudo no es un simple bruto, última pieza de la cadena de ventas de las multinacionales, sino alguien parecido a un mensajero, a un portador. Alguien que al llegar a nosotros nos pone en comunicación con otros anhelos, otras vidas, otros dolores, sin los que nuestra propia vida quedaría empobrecida. Basta verlo así, para que esa escena quede dignificada, y podamos sentir en el esfuerzo que realiza contra la materia ciega, la promesa de nuestra salvación. Porque el forzudo luchaba por la salvación de los hombres, y su tarea no era otra que poner a nuestro servicio ese excedente de fuerza, que se rebela contra el olvido y nos devuelve intacta la vieja imagen del honor.
Isak Dinesen afirmó una vez que en su opinión sólo había dos pensamientos que merecieran la pena. ¿Qué voy a hacer en el momento siguiente?; y ¿por qué Dios creó los ríos, las montañas, el vino, los caballos, los pájaros? Puede que contestar al primero no precise del concurso de la literatura, aunque no estoy muy seguro; pero enfrentarse al segundo es obvio que no puede hacerse sin su ayuda. Y un mundo en que ya nadie se plantee tales preguntas, y en que los forzudos terminen por convertirse en meros empleados de la sección de marketing de las multinacionales, haremos bien en preguntarnos si de verdad merece la pena.
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