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Invitad a comer a un humorista

Con toda la seriedad de un decisivo acto de campaña electoral, nuestros políticos más sagaces, como Duran Lleida y Maragall, han puesto sus ojos en los humoristas de diarios, radios y televisiones. Con el pretexto de cambiar impresiones, igual que lo hacen con los periodistas que se ocupan de política, las estrellas de las tertulias o con otros gurus del momento, los políticos han empezado a invitar a comer a los que hacen humor, y se dedican, la mayoría de las veces, a utilizar a esos políticos como bufones. Nunca había pasado algo así, de ahí lo interesante del fenómeno: la víctima, podríamos decir, agasaja al verdugo, o lo que es lo mismo, los supuestamente poderosos políticos rinden pleitesía a los modestos y ocultos humoristas. Una novedad nada inocua porque habla de las más bajas pasiones. Gente sui géneris, frecuentemente apátrida, en buena media retraída y, desde luego, poco acostumbrada al halago y al contacto directo con los protagonistas de tanta noticia, los humoristas, que ya son legión, acuden curiosos al rendez-vous. Y se encuentran con el acontecimiento de que ¡son los políticos quienes les explican chistes! Chistes, a veces, que rozan el tabú: ¿quién se imagina a Duran riéndose a costa de Jordi Pujol o a Maragall de Felipe González? Pues bien: pasan cosas como éstas, según explican quienes las han oído. Así que el regocijo, en esas comidas al menos, es general. Duran y Maragall, que yo sepa, han sido los primeros, vendrán más, en querer mostrar no sólo que el humor les interesa sino que ellos mismos tienen sentido del humor. También se cuenta que en la mesa del Consejo de Ministros de Aznar siempre hay alguien que hace circular un malévolo recorte, una viñeta, con la última zapatiesta del humorista de guardia. A los humoristas les ha tocado la china: van decididamente a más y todo el mundo va a querer comer con ellos. ¿Vamos por buen camino? Según cómo se mire. Que los políticos descubran, a estas alturas, el poder del humor es significativo desde diversos puntos de vista. Muestra, por ejemplo, que son unos señores que vivían en la luna, puesto que la gente corriente hace mucho que se ríe muy a gusto con las viñetas de los diarios, que resultan ser, muchas veces, más contundentes, fiables y afinadas que un artículo, un reportaje o una noticia juntos. No sólo eso, sino que también ignoran los políticos que muchas de las cosas que hacen o dicen son tomadas a chirigota no sólo por los humoristas, sino por la gente en general. En buena medida, el político se ha transformado en un competidor del humorista, pero ¿lo saben ellos? ¿Se han dado cuenta los políticos de que resulta cada vez más difícil tomárselos en serio? ¿Perciben que, a ras de calle, sus palabras suenan, más veces de las necesarias, como las de gentes que viven en la estratosfera mientras los demás tocamos con los pies en la tierra? Me temo que, en general, quienes se dedican a esa dura profesión de la política ahora mismo ignoran todo eso y se extrañan muchísimo de que su langue de bois, como dicen los franceses, nos resulte tan divertida. Porque me da la impresión de que la gente está encantada con los humoristas que hacen bien su trabajo y descontenta con los políticos que equivocan tanto el suyo que despiden mal humor al echarnos sermones o promulgar dogmas sin cuento: así se convierten en carne de cañón de la risa. Y también sucede que hoy, aunque no se lo imaginen los políticos o el telediario, todo el mundo quiere reír. El auge de la risa es, siempre, para autodefensa. Claro. El éxito de la risa es el anticuerpo que compensa el mal humor de la política. Pura lógica.

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