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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Mojando galletas SERGI PÀMIES

Son centenares de miles los ciudadanos que, cada mañana, desayunan café con leche (o leche con cacao) y galletas. Casi todos han aprendido a dominar el difícil arte de sumergir la galleta durante unos segundos en el líquido en cuestión para, rápidamente, llevársela a la boca sin que se desintegre por el camino. Incluso podría redactarse un nuevo refrán temático al respecto: dime cómo mojas la galleta y te diré quien eres. Si todavía te sorprendes cuando la galleta se hunde irremediablemente hacia las oscuras profundidades de la taza, eres un ingenuo patológico. Si te arriesgas a que, durante el proceso de extracción de la galleta, ésta se tuerza y aumentas la velocidad de ascensión para, inextremis, atraparla con la boca, eres un imprudente y, probablemente, te gusta demasiado jugar. Si, con desidia de perdedor militante, la dejas caer directamente dentro de la taza formando una impresentable mezcla de textura pastosa, careces de sensibilidad, de criterio y de estilo. Y si, por el contrario, mojas la galleta sin arriesgar demasiado -lo justo- y acercas la boca a la taza para limitar, con sabiduría y sentido común, la distancia de riesgo, eres un tipo inteligente, preparado para la vida moderna. Todo este rollo viene a cuento de un estudio realizado por el doctor Len Fisher de la universidad de Bristol según el cual el tiempo de inmersión óptimo para una galleta dentro de una taza de té ronda los 3,5 segundos. Para llegar a esta conclusión, el doctor Fisher ha trabajado mucho y analizado los elementos que intervienen en tan delicada operación. Depende de la estructura de la galleta, de la forma (rectangular: Lu, Chiquilín; redonda: María), de los ingredientes que la componen, de la temperatura del brebaje, de si se trata de leche o de una infusión, del tamaño de la superficie que, con más o menos temor a que se destruya, sumergimos en la taza pero, según este prestigioso científico, tres segundos y medio son la medida temporal exacta para alcanzar algo parecido a la perfección. Pero Fisher no ha sido el primero en preocuparse por tan importante cuestión. Antes que él, en los años veinte, un tal Washburn estableció una interesantísima ecuación matemática sobre la penetración de un líquido en un material poroso. La fórmula tenía en cuenta variables como el tiempo de inmersión, la viscosidad del material sumergido y los porcentajes de azúcar incluidos para darle mayor cohesión y el diámetro de los poros de la galleta. Desde que, hace dos semanas, leí la noticia sobre los trabajos de Fisher (en un artículo de Aisling Irwin, en The Daily Telegraph), mi vida ha cambiado. Cada mañana, tras unos agitados y recurrentes sueños en los que he tenido la suerte de que se me aparezca la voluptuosa Famke Jensen, me he enfrentado a la tarea de mojar la galleta María (de Camprodón, sólo con ingredientes naturales) sin que se desintegre. Cronómetro en mano, y tras numerosos intentos, puedo prometer y prometo que la teoría de Fisher no funciona. Tres segundos y medio son demasiados. Con dos y pico vas que chutas. Pueden alcanzarse los tres, incluso un poquito más, pero sólo en líquidos tibios o con galletas de calibre parabellum que contengan mezclas de grasa vegetal parcialmente hidrogenada, fosfato monocálcico, jarabe de glucosa o lactosuero. Ya no digamos si, en lugar de mojar la galleta, utilizamos una magdalena. Uno tiene que actuar velozmente para que esta hermosa práctica -más apropiada para una merienda que para un desayuno, lo sé- no degenere y se estropee cuando, cual montaña de barro en plena tormenta, la magdalena sufra unos corrimientos de tierra que culminan en catástrofe. La situación, entonces, resulta extraordinariamente humillante. Por lo menos para un adulto que, cucharita en mano, se ve obligado a recoger, por su mala cabeza, los restos del naufragio. Aunque, a partir de ahora, nos queda el consuelo de saber que, para llegar a su inexacta teoría, el doctor Fisher tuvo que naufragar muchas veces, víctima del oleaje de la taza, de la calidad de la dextrosa o de la levadura que componían la galleta, de la temperatura del líquido y, sobre todo, de su ambición desmesurada por atrapar científicamente un minúscula pedazo de vida cotidiana.

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