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La frase del mes

JUSTO NAVARRO Es una de las cosas más interesantes que se han dicho en lo poco que va de año: el arzobispo de Granada, Antonio Cañizares, predicó el 2 de enero que la diversidad de culturas no es forzosamente mejor que una cultura única para todos. Hubo un revuelo de voces indignadas: el arzobispo había soltado un disparate totalitario. A mí, sin embargo, la afirmación del arzobispo me parece irrebatible: casi nada es forzosamente mejor o peor, sino que depende de dónde uno esté y en qué momento. Las palabras de Cañizares podrían haber dado pie a una imprescindible discusión sobre la diversidad cultural. Donde yo vivo (no me atrevo a hablar en general de Andalucía) la sociedad es cada vez más diversa: aquí, en la costa, coinciden muchas maneras de vivir, distintos usos familiares y distintas comidas y distintos horarios bajo una única gama de ropas y gestos, que parecen copiados de una telepelícula americana. Sería bueno hablar de la diversidad y la semejanza, pero es difícil que nadie medianamente razonable se pare a discutir con un funcionario de la iglesia católica: esta iglesia, quizá como todas, considera sus opiniones infalibles, verdaderas por principio. ¿Para qué discutir entonces, si entendemos la discusión como un camino en común hacia la verdad final? No veo reprochable considerar una manera de vivir mejor que otras o sentir poca atracción hacia los valores ajenos, como diría el antropólogo Lévi-Strauss. El arzobispo, que tiene por esposa a su iglesia y le es rotundamente fiel, nos recordaba la inmensa fortuna que nos ha cabido a los andaluces: la inmensa fortuna de topar con la iglesia católica en nuestra historia. No es del todo reprochable el fanatismo del arzobispo, y yo casi lo comparto: lamento comprobar que las fronteras del mundo musulmán, al que perteneció lo que ahora es Andalucía, prácticamente coinciden con las fronteras de los derechos humanos. En el territorio musulmán aún predominan las tradiciones medievales de jerarquía y sometimiento que aquí trató de mantener secularmente la iglesia católica. El ensimismamiento cultural empobrece, pero no todas las maneras de vivir son iguales. Si todo es igual y da lo mismo, ¿para qué sirve la capacidad de discernimiento? Yo puedo ponerme en el lugar de los que no piensan como yo, pero quisiera, con Richard Rorty, mantener la facultad de sentirme distinto o indignado. Me puedo poner en el lugar del arzobispo que defiende a su iglesia infalible: una cultura del prejuicio, pues sus dogmas deben ser prejuicios para sus súbditos. Pero coincido con el escritor José Carlos Rosales, que, cuando le pedían su opinión sobre la frase del jerarca eclesiástico, confesaba su perplejidad: el arzobispo predicaba en un acto oficial relacionado con la histórica formación de España. ¿Qué pinta la Iglesia en una ceremonia de Estado?, se preguntaba Rosales. El lugar donde hablaba el arzobispo me aclara precisamente el sentido de su sermón: el Estado imponía aquí, hasta hace poco, una cultura única, la católica, y eso es lo que el arzobispo no veía peor que el Estado confesional que ahora somos, según la Constitución incumplida.

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