Escribir, y cada día
Semana de triste mudanza para el periodismo barcelonés. Muere Álvaro Ruibal, el Ero de La Vanguardia, y Josep Maria Espinàs deja su columna en el Avui. El primero llevaba 37 años escribiendo cada día, el segundo 23. En el primer caso, esto supone 13.000 artículos. En el segundo, 8.400. No confío demasiado en el criterio del público lector, tantas veces ingrato, tornadizo y superficial; pero es evidente que estas grandes magnitudes no pueden darse sin el asentimiento cotidiano de los compradores de periódico. Es un lugar común citar la plusvalía de que gozan los escritores diarios, sea la escasa exigencia estilística o el brillo y la euforia que la actualidad confiere a sus ideas. Estamos de acuerdo. Siempre y cuando queden claras las plusvalías del escritor breve y secreto, que hace sus párrafos como el que hace una piedra y cuyo comprensible dolor ni le deja escuchar lo que gritan los devotos, ¡un riñón vale esto, un riñón! Ero y Espinàs no parecen haber sufrido. Los dos aceptarían la sentencia con que Paul Johnson abre su deslumbrante Arte de escribir columnas, incluido en el libro, tan incorrecto, Al diablo con Picasso y otros ensayos: "Escribir puede ser más tedioso que placentero, y el periodismo más una degradación que un deber. Pero escribir una columna regular sobre cualquier tema que se nos ocurra es uno de los grandes privilegios de la vida". Lo es, en efecto, y los dos lo aprovecharon a fondo. Ero fue un columnista intersticial, por completo fuera del mundo. ¡Pero cómo miraba el mundo, a veces! Y con qué feliz estrépito golpeaba su prosa ondulada e intempestiva el cristal blindado de los titulares, de la jerarquización informativa, de los Momentos Estelares de la Humanidad. Breve, pero sustancial noticia de Ero, da Llorenç Gomis en sus cada día más imprescindibles memorias. Un día, Gomis le preguntó a Ero de dónde venía. "Se encogió de hombros y me dijo: "Ero, San Ero. Un santo gallego". Éste es, justamente, el tipo de los mejores artículos que escribió: primero se encogía de hombros (de los periódicos) y luego pulsaba el cerebro hasta encontrar una respuesta vagamente surreal, nunca costumbrista, más cercana al boscoso Fernández Flórez que al geómetra Julio Camba, para dejarlo todo en Galicia. Espinàs era un mundo. Ha escrito en su último artículo en el Avui que se va porque está enfadado con la empresa. Puede ser. Hace unos años le invitaron a abandonar su columna en la contraportada y lo pasaron al interior. Se ofendió. Este tipo de cosas ofenden mucho. Ahora le han hecho una buena oferta en otro periódico y escribirá en este otro. Es natural. Pero no se habría ido si el mundo del Avui, que fue su mundo, se sostuviera. Espinàs era la flema del régimen. Un tipo alto, vagamente britanizado, alérgico -contra lo que pudiera parecer- al popularismo. La mayoría de los corresponsales del diario -me refiero a los que nutrían la impagable sección de cartas al director, santo y seña de una Cataluña que empieza a producir melancolía- lo tomaban como modelo más o menos secreto. Habrían querido ser como él: con esos sentimientos incuestionables, aunque con su elegante sensatez. Pero no podían: por eso escribían cartas al director y no escribían columnas. No era como ellos: era la mejor versión de ellos, y este es el premio máximo al que puede aspirar un escritor de periódicos. Hace unos días me lo encontré donde Lázaro, que es un lugar noble. Cuando Néstor Luján se moría en el Clínico, se hacía traer la comida de allí. Espinàs, con su pipa de sobremesa, explicaba su último viaje a pie: por la Castilla profunda. En otra circunstancia tal vez hubiese sido un viaje de alta traición. Pero no hay cuidado: no se cruzó con un alma. Los castellanos están todos aquí y ven TV-3: éste es el problema. Cuando acabó su relato, el columnista sonrió hacia adentro y dijo: "...y es que la gente sabe tan poco cómo soy...". Me alarmé con discreción: son frases que anuncian cambio de mujer o de trabajo. Ahora estoy más tranquilo. Para escribir como lo hicieron Ero y Espinàs hay una virtud por encima de todas las otras: la modestia. El lujo de la altivez y el matonismo intelectual sólo está al alcance de los escritores inverificados. En mucho de lo que pensamos y en mucho de lo que creemos, en la masa que mejor o peor nos nutre, han puesto sus dedos gentes como Ero y Espinàs. Un modelaje silencioso, inadvertido. El pan de cada día.
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