Yo lo veo así (y II)
Para los que se incorporen en este momento al relato será útil recordar que en la entrega anterior (30-12-1998) se describía una de las grandes ventajas que la telefonía digital ha procurado: la posibilidad de saber desde qué número están llamando -se decía- a tu casa o a tu corazón. Las virtudes del ingenio quedaban ilustradas con una historia de taxistas y teléfonos, instructiva también para los que se interesen por los mecanismos de la venganza. El tono general de la crónica era optimista, pero sobre las últimas líneas se cernía la sombra y se advertía que ese paso adelante feliz en las formas de la comunicación y de la cortesía estaba en peligro. En efecto. Cada vez con mayor frecuencia, cuando suena el timbre de mi teléfono y el cristal se ilumina, lo que aparece no son ya los números del interlocutor, sino una palabra: "LLAMADA", están anunciando con letras algo cazurras. La angustia retorna y uno, si se atreve, vuelve a descolgar a ciegas, como en el pasado. ¿Por qué, Dios mío? Muy sencillo. Quien llama ha pedido a Telefónica que oculte su identidad y no muestre jamás su teléfono en otro teléfono. No es raro: siempre ha habido embozados, miembros de la zorrería, como siempre ha habido esquilaches, blancos regeneracionistas. Lo raro es que Telefónica promueva la zorrería frente al regeneracionismo. De mis conversaciones, muy largas y amables, con los diferentes operadores telefónicos a los que he planteado el problema, pueden extraerse algunas conclusiones. La primera, elemental, es que el derecho a la ocultación prima sobre el derecho a la transparencia: como si llamaran a la puerta de uno y el de fuera pusiera el dedo en la mirilla mientras grita que tiene todo el derecho. No hay jurisprudencia específica que fundamente este derecho. El fundamento es puramente económico: las compañías protegen a quien hace un uso activo de sus productos, es decir, a quien paga por ellos, es decir, a quien llama. El uso pasivo -con independencia de que el abonado viaje de una condición a otra con la frecuencia con que pasa un minuto- no goza de la protección de la compañía. Como suele suceder, el dinero engrasa muy bien los derechos. Hasta qué punto lo engrasa lo ilustra a la perfección la tercera de las conclusiones obtenidas: ocultarse no está al alcance de todos. Sólo los usuarios de la telefonía móvil o los que disponen de una línea fija RDSI (Red Digital de Servicios Integrados) tienen esta posibilidad a su alcance. Ningún usuario, por muy activo que sea, de la red de telefonía básica -la inmensa mayoría- puede hacerlo. Mis interlocutores se mostraban muy conscientes de la discriminación: el teléfono fijo convencional es el único que no puede recibir información sobre el que llama y el único ¡también! que no puede ocultarla. Me dijeron, ya saben, que la solución está en estudio. Sin embargo, lo realmente interesante fueron las explicaciones históricas que utilizaron para justificar la realidad. Las centrales telefónicas convencionales, decían, se concibieron bajo el propósito de que la información sobre el que llama fuera secreta. Una decisión -¿técnica, jurídica?- que corresponde al que podríamos llamar el estado mítico de la comunicación, donde el tabú opera con facilidad y al que también corresponde, por ejemplo, la sequedad cuartelaria con que las operadores del antiguo 003 cortaban cualquier intento del usuario por saber el segundo apellido o la dirección de un abonado. Todavía hoy, España es el único país desarrollado donde la guía telefónica personal -que facilita todos aquellos detalles de cualquier abonado en el mundo- no puede consultarse a través de Internet. La telefonía digital ha acabado con esta hechicería. Pero la reacción siempre amenaza. Soy escéptico ante la posibilidad de que una legislación adecuada establezca una sensata primacía de los derechos, no basada en factores comerciales. Más bien tiendo a confiar en la técnica. Otra vuelta de tuerca, digamos. Un decodificador, digamos, que incluido en el aparato propio sea capaz de identificar al que telefonea, con independencia de sus tretas. Por mi parte, nadie tendrá problemas: para un caballero que llama a una puerta siempre es un honor mostrar su tarjeta.
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