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Reportaje:

Metidos en harina

Este sprint final dentro de la vertiginosa carrera de la Navidad -todo un maratón gastronómico, al menos por la cantidad de festejos y festines- nos incita a la reflexión sobre el cambio de usos y costumbres en estas fiestas. Una de estas cuestiones es la de la pervivencia de los postres típicos navideños por encima de los platos salados. Turrones, mazapanes, y compotas son los gloriosos supervivientes que destacan orgullosamente por encima de otros elementos que, por el abusivo precio o el desuso, han pasado al baúl de los recuerdos. Se puede afirmar que estas golosinas emblemáticas -y por supuesto, también ese nuevo rito del lujo, el marisco- son las señas de identidad de las navidades. Precisamente, uno de estos estandartes golosos, el roscón de Reyes, con sorpresa incluida, es el encargado de cerrar la fiesta. La leyenda de los Reyes Magos se pierde en la noche de los tiempos, si bien es cierto que hasta el siglo IV no se fijó en tres el número de los adoradores. De hecho, San Mateo es el único evangelista que menciona a los Reyes Magos, aunque no les atribuye la majestad de la realeza, sin simplemente la de magos de Oriente. Fue la tradición posterior la que los convirtió en tres y la que los ha querido en las tres edades del hombre: Melchor, un anciano; Gaspar, un hombre en la madurez, y Baltasar, el joven. Por aquella época se decidió también que uno de ellos fuese negro, y en el siglo IX, se les designó por vez primera con sus nombres actuales. En lo que refiere a la estrella que les guió, se hicieron diversas conjeturas sobre una triple conjunción de la Tierra con los planetas Júpiter y Saturno a su paso por Piscis. En todo caso, lo único evidente -versiones poéticas y folclóricas aparte- es que esta fiesta religiosa, la de la Epifanía o Teofanía, que representa la adoración de los Reyes Magos al Niño Jesús, tiene su exponente gastronómico en este dulce antiguo e insustituible, el rosco de Reyes. Una historia regia Se trata de una golosina de historia regia y apasionante, fiel reflejo de una encrucijada de influencias y corrientes religiosas y paganas. De hecho, antes de la reforma del calendario que acometió Julio César en el año 46 de nuestra era, el Imperio Romano celebraba la llegada del año nuevo el día 1 de marzo. Los romanos atendían a los dictados climatológicos y del tiempo, porque al llegar la primavera aumentaba la luz que presagiaba un nuevo ciclo anual. En estos fríos meses de invierno, desde diciembre a marzo, se celebraban toda una serie de fiestas que, entre orgías y bacanales, acometían su particular adoración a los dioses. El rosco de Reyes se remonta precisamente a estas Saturnales romanas, fiestas organizadas en diciembre en honor del dios Saturno, en las que se elegía rey por un día a quien tocara en suerte el haba oculta en la torta de pan. Se trataba de unas tortas redondas hechas con higos, dátiles y miel que se repartían entre plebeyos y esclavos, y que incluía en su interior la llave del privilegio, la ansiada haba seca. Un poco más tarde, la Iglesia se encargó con astucia de cristianizar estas celebraciones adjudicando la fecha del nacimiento del Cristo al solsticio de invierno, acaparando con la inclusión de otras figuras del santoral el simbolismo de las fiestas romanas. Sin embargo muchas costumbres de aquellos tiempos han sobrevivido hasta la actualidad, como el hecho de cebarse, literalmente hablando, de comida y bebida durante estas fiestas, la frenética pasión por la lotería y los juegos de azar, y el intercambio de obsequios como presagio de acontecimientos favorables. Hacia el año 1000, la Iglesia había logrado transformar el espíritu primitivo de la fiesta, de tal forma que en países como Francia la figura del rey del haba recaía sobre el niño más pobre de la ciudad. De hecho, durante toda la Edad Media, allí donde se hacía un roscón se acostumbraba a separar una parte para compartirla con los necesitados. En Navarra, donde ha habido una tradición muy arraigada en este aspecto, el título lo otorgaban los reyes mismos y el niño escogido era vestido como un monarca, obsequiado con dinero y trigo para su familia. Incluso había casos, como el de Aóiz, en el que se escogía al rey en función de la suerte de la baraja, correspondiendo tal honor al que le caía el as de oros. En otros casos, la elección del rey efímero, dependía de otros caracteres más o menos burlescos, como parece que sucedía en Olite, en una fiesta que introdujeron los Teobaldos y a la que eran invitados los niños pobres de la localidad donde se hallaran los reyes de este día. Esa costumbre duró hasta muy entrado el siglo XVIII. Pamplona también celebraba esta fiesta con gran bullicio y ruido. Las cuadrillas acompañaban a sus reyes por las calles disparando armas, cohetes, buscapiés, ruedas y otros artificios de fuego, vitoreándolos constantemente. El Consejo Real de Navarra prohibió estas costumbres en el año 1765. Así que se acabó con el tiempo la parte más juergista y solidaria del tema, si bien es cierto que al menos la ceremonia encontró su lugar en una réplica similar dentro el entorno familiar. En Francia, al finalizar el almuerzo de Epifanía, se ensalza en cada hogar como un rey de la fiesta a aquel que encuentra el haba del roscón, un roscón en forma de corona, tal y como ha llegado a nuestros días. Lo único que hay que lamentar es que la sorpresa clásica del haba seca haya sido sustituida por cursis e inútiles muñequitos, para más desgracia, casi siempre de plástico. Sin embargo, en España, la tradición del rosco de Reyes, que se cree que la importó Felipe V, el primer Borbón, se ha quedado como símbolo de la culminación de las fiestas de Navidad, desprovisto de casi todo su simbolismo y cubierto de frutas escarchadas. También se cree que en España el rosco se introdujo por la zona de Cataluña, de acuerdo con una costumbre payesa. En el País Vasco y Navarra los roscos, tienen pequeñas variaciones según las zonas. Los ingredientes básicos son fundamentalmente los mismos: harina, mantequilla, azúcar, levadura, agua o leche y agua de azahar. Sin embargo, en Vizcaya es típico incluir, además del agua de azahar, raspaduras de limón y adornarlo con frutas, principalmente melón y naranja. En Vitoria, el rosco tiene arraigo en muchos casos una formulación hojaldrada similar al Gateux de Rois francés. En Navarra la piel de naranja y sobre todo la manteca de cerdo dan un sabor peculiar al rosco de Reyes. En Guipúzcoa la forma de elaborarlos tampoco varía tanto de la del resto del país y los gustos mas generalizados se inclinan por los roscones rellenos En cualquier caso, este bollo suizo a lo grande sustituyó una tradición hispánica que hace poco más de cincuenta años tenía tanta fuerza como el propio roscón: se trataba del revoltijo. Algo así como un tótum revolutum de baratijas golosas -de las de perra gorda- que dejaban los Reyes en el zapato de los niños buenos. Ya que a los malos, o politicamente incorrectos, siempre nos ha tocado el carbón.Hacer un rosco en casa es una verdadera locura. En todo caso, una locura encantadora. Lo mas sensato es, sin duda alguna, comprarlo En alguna de las pastelerías de confianza, de esas que abundan en Euskal Herria; las mismas que exhiben orgullosas el rotulo de "sin conservantes ni colorantes", que emplean mantequilla de las de verdad y que huyen del congelado como de la peste. Pero como mi obligación es suministrarles la receta, la tomamos prestada de un repostero de tanta significación como Xabier Gutierrez, cuyos saberes no se limitan al reino del chocolate. Ingredientes: ½ kilo de harina de fuerza, 150 gramos de mantequilla, 120 grs. de azúcar, 15 grs. de levadura prensada, 4 huevos, naranjas y cerezas confitadas, ¼ litro de leche, 1 tapón de agua de azahar, 1 tapón de ron, 1 huevo batido para pintar y un poco más para espolvorear. En primer lugar, hacer la masa de la levadura, mezclando 100 grs. de harina, levadura y un poco de leche. Hacer una bola, amasarla y dejarla reposar una hora, hasta que haya subido al doble de su volumen. Por otro lado, hacer un volcán con la harina restante y meter en él el resto de ingredientes, salvo las naranjas y las guindas. Amasar enérgicamente y añadir la masa de levadura al conjunto. Trabajar estrellando sin piedad la masa sobre la mesa, hasta que no se pegue y se vuelva más suave. Dejar descansar durante 45 minutos como mínimo. Después, darle la forma de corona. Una vez formado el rosco, introducir dentro la sorpresa, protegiéndola debidamente. En la superficie poner ordenadamente las frutas que hemos reservado. Dejar descansar una hora hasta que la masa suba. A continuación, pintar la superficie con huevo batido, y hornear a 220 º durante 40 minutos. A la mitad de la cocción, añadir el azúcar molido por encima. Dejar enfriar sobre una rejilla.

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