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LA CASA POR LA VENTANA Contra la necrología curricular JULIO A. MÁÑEZ

La necrología considerada como una de las bellas artes debería reglamentar la exclusión sin más del autoelogio

La necrología es una especialidad de los papeles de periódico que cuenta entre sus frecuentadores con auténticos maestros del estilo, esos a los que uno imagina afilando el lápiz meses antes del fatal desenlace y deseando que el óbito coincida con la pulsación del punto y final de la nota necrológica anticipada. Hay otros confeccionadores de necrologías, más próximos a los vultúridos, grandes maestros de la necrología curricular, que aprovechan la desventura del finado para retratarse cabalmente como parásitos indeseados de la gloria ajena. De hacerles caso, no sólo han compartido con quien nos deja toda clase de emociones íntimas y reconocimientos públicos, sino que tampoco se privan de las turbias alegrías del autoelogio a la hora de constatar los méritos del que ya no proyecta sombra, como si la veracidad del mérito ajeno dependiera del que aprovecha la ocasión para adecentar su propia biografía. No tema el lector, no voy a asegurar que también yo era íntimo de Vicent Ventura, aunque es cierto que hasta ya entrado el último noviembre tomaba con él algún café mañanero en una horchatería de la calle de Alboraia. En los últimos días hemos asistido a un auténtico despliegue de lavados de cara torpemente escritos a cuenta del fallecimiento de Vicent. Algunos de ellos alardean de una singular disimetría, a saber, que siendo Ventura tan ejemplar, y siendo el necrólogo curricular tan íntimo amigo del difunto en vida, resulta curioso contrastar el poco provecho que obtuvieron de su ejemplo y el mucho que esperan conseguir por la vía necrológica. Es posible que, humanos al fin y al cabo, sólo pretendan demostrar que también ellos tienen su corazoncito, sobre todo cuando se trata de recurrir al autobombo en una necrología instrumental que a nada compromete en la vida de a diario. Célebre es el caso, en esta ciudad de celebridades locales, de un escritor algo llorón que en su lacrimosa nota a cuenta de Isa Tròlec alardeaba de la profunda amistad que les unía desde siempre y hasta el último suspiro, y lamentaba que Mengual hubiera dejado de escribir desde mucho antes de su muerte, error de alguna importancia que desdecía la actualidad de una amistad exagerada por el necrólogo y que fue oportunamente puesto en claro por una hermana del novelista. Diga lo que diga Fernando Savater, y pese a la melancólica cruzada emprendida por Jon Juaristi, no parece demostrado que la propensión nacionalista se cure, si de enfermedad se trata, mediante el recurso al cosmopolitismo, aunque es posible que la inversa resulte más cierta. El problema consistiría en hallar el remedio para el cantamañanismo, que no es enfermedad alguna sino simple estupidez simple. Hay un Ventura viajero, a veces por causa de fuerza mayor, al que su valencianismo militante no supuso obstáculo alguno para internacionalizarse sin recurrir a las chucherías del cosmpolita de ocasión. Hay un Vicent amigo de Javier Pradera, de Dionisio Ridruejo, del segundo Laín Entralgo y de tantos otros muy viajados y muy leídos y poco dados a las rebajas ideológicas y vitales de los grandes descuentos por fin de temporada. Hay un Vicent Ventura muy divertido en Madrid cuando asistía a las reuniones políticas concelebradas por Dionisio y Juan Benet, donde éste se encargaba del suministro de whisky a cinco duros la dosis, mientras urdían una comunión socialdemócrata estatal que llegó a contar en sus mejores tiempos hasta con 32 miembros, entre afiliados y simpatizantes, y con la que algo tuvo que ver en sus inicios el escritor Luis Martín Santos. Hay miles de Venturas y uno sólo verdadero, que a menudo fue excluido o negado o renegado en nombre del realismo pancista por quienes no han resistido a la tentación de hacerse con sus cinco minutos de gloria ajena a sus expensas. No parece imprescindible aplazar las lágrimas y la solidaridad para la hora del entierro, porque se pudren en favor del oportunismo y hacen más impresentable el propósito de aprovechar la tristeza definitiva para ejercitar los juegos florales de la autopromoción personal. Fuera de este desahogo, pues nada. Año nuevo, vida vieja. Un pobre señor degüella a su esposa al grito de "¡Ya es Navidad!", por donde se ve que el surrealismo es algo más y distinto de los juegos de calendario a lo Salvador Dalí. Consuelo Ciscar ha conseguido, por fin, ser elogiada desde las páginas de este diario, algo que se tiene sin duda bien merecido. Antonio Díaz Zamora, el mejor, si no el único, director de escena digno de ese nombre en este país, sigue con su taller de ópera, y las concesiones de la radionda recaen, también como casi siempre, en quienes las merecen por causas poco radiables. Si es que hay algo que escape al poder de las ondas, ya sean hertzianas o las que marcan los bigudíes no romanizados de Rita Barberá, las dos Consuelos, Mayrencita Beneyto. En fin, tendremos que hacer.

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