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Adivinos

LUIS GARCÍA MONTERO Hubo un tiempo en que los adivinos servían para navegar por las aguas tornadizas del futuro. Las ganas de vivir y el miedo cortaban a su medida el uniforme de la fe, soltaban las amarras del presente y se embarcaban en la carabela de la superstición para surcar las olas del tiempo. El futuro se acercaba a paso lento, como un desconocido tímido, y los profetas se apresuraban a presentárnoslo, valiéndose de una alianza misteriosa con la sabiduría. Los adivinos sirven hoy exactamente para lo contrario, para jugar al olvido, para hacernos creer que desconocemos el futuro que se nos viene encima. Ésa es la tarea de la legión interminable de brujas, brujos, profetas, pitonisas, iluminados, adivinos, augures, vaticinadores y agoreros que saltan por estas fechas la comba de la actualidad, tejida con los hilos del año nuevo y los propósitos de enmienda. El oficio de los brujos contemporáneos, en su sofisticado paripé de adivinanzas y negocios telefónicos, es hacernos creer que no conocemos la lección de nuestro porvenir, esa lección que ya nos sabemos al dedillo. Son los timadores de nuestra rutina. Ayer me dormí en los brazos de una tertulia radiofónica de profetas. Esta mañana me levanto, bajo a la cafetería del barrio y el camarero me sirve el desayuno sin preguntar, vaticinador de mis necesidades matutinas. Luego voy hasta el mercado, hago cola en los puestos de siempre, compro lo de siempre y me despachan los mismos tenderos de siempre. El futuro tiene cara de amigo demasiado íntimo, de persona que nos conoce y que nos puede cantar las cuarenta, porque en el cajón de su mostrador están anotadas no sólo las deudas del año pasado, sino también los pedidos del mes que viene. Los adivinos son el consuelo folclórico de unas almas aburridas por definición. El vértigo y la velocidad de la existencia nos conduce una y otra vez a una casa llena de telarañas. La gente cree en los horóscopos, abre el periódico y busca las sorpresas de su signo. Es una coartada para no admitir que uno puede ejercer sin demasiada dificultad de profeta, porque el agua que nos lava la cara no es optimista ni pesimista, sino esperable y tibia, el agua seca del absurdo. Ahora que el mundo parece una inocentada de mal gusto, los acontecimientos se encargan de convertir la rutina en una forma de lucidez, en un camino que se bifurca entre la derrota y el cinismo. Cualquier ciudadano sabe hoy el 90% de todo lo que va a ocurrir en el próximo año, el tipo de desayuno que tomará, la cuenta de sus tenderos, el tono de las noticias que pasarán por sus oídos y por sus ojos. Yo sé, por ejemplo, que volveré a indignarme con una política nacional que ya está escrita minuciosamente por las águilas del liberalismo más avaricioso y con una política internacional que ya han diseñado los traficantes de armas. Sé que no podré comer langostinos de Sanlúcar, porque Doñana es para muchos años un pozo envenenado, y sé también que los desastres que ocurran en 1999 no le costarán el puesto a ningún político. ¿Son los nuevos brujos? Conozco el futuro que me espera. Los adivinos de hoy sólo trabajan para hacerme olvidar.

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