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Tribuna
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Ella

Rosa Montero

Conocí a Rigoberta Menchú hace un par de años. Coincidimos por casualidad en un local, tomamos una copa y charlamos un rato. Como periodista, he tenido que tratar a miles de personajes famosos, lo cual me ha vacunado contra el deslumbramiento (suelen ser lastimosos). Sin embargo, Menchú me impresionó: resulta de una autenticidad poco común. Desde luego, hace falta ser un personaje de una pieza para ir vestida de india por los bares de copas de Madrid sin parecer patética.Ahora unos norteamericanos andan diciendo que Menchú mintió en su biografía. No es verdad que Rigoberta viera fallecer a un hermano de inanición, aseguran los tipos (aunque es cierto que se le murieron dos de hambre antes de nacer ella); no es verdad que otro hermano fuera quemado vivo ante sus ojos (aunque es cierto que ese hermano y su padre fueron asesinados y probablemente torturados). Se diría que, obsesionados por el detalle, los denunciantes han perdido el sentido global del tema. El resultado final es un disparate, porque no tienen en cuenta la verdad sustancial de Rigoberta, ni el hecho de que la memoria de cada cual está compuesta de los propios mitos, del relato más o menos novelado que uno se hace de la propia existencia. O sea: decir que Menchú miente me parece una mentira mucho mayor que las imprecisiones de la biografía.

Con todo, lo peor y más inquietante es que todo el mundo se haya lanzado a vapulear a Menchú, cuando nadie ha dicho nunca nada de otros premios Nobel de la Paz mucho más vidriosos, como el ridículo Walesa, el turbio Arafat o el espantoso Henry Kissinger, quien, entre otras lindezas, amparó las operaciones criminales de la CIA en Chile: eso sí que es mentir. Pero, claro, estos tipos son grandes varones de poder, y Rigoberta no es más que una pobre india cuarentona y con trenzas.

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