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EL PERFIL

Castilla del Pino, futuro perfecto

E ste andaluz, que por fortuna no ejerce de tal, nació en la inteligencia, y desde ella ha conseguido remover el conocimiento de varias generaciones de españoles que quizá no pensaríamos como lo hacemos, ni del mundo ni de nosotros mismos, de no haber existido Carlos Castilla del Pino, o de no haber escrito nuestro hombre libros como Psicoanálisis y marxismo (1969), por citar a un clásico de la biblioteca del pensamiento progresista. Las tapas enrojecidas de la edición de Alianza de aquel volumen fueron una premonición para quienes entramos en la universidad a primeros de los años setenta. En el 72 quien esto mal escribe formaba parte del rebaño de primero de Derecho de la Universidad de Granada. Allí pude comprobar que el redil se dividía en dos partes notablemente diferenciadas: quienes poseíamos esa edición, y quienes no. Los primeros -pese a no haber terminado nunca de comprender el sentido último del libro- mirábamos con arrogancia intelectual a los segundos, y la mayoría de estos -ignorantes de que la venganza sólo es patrimonio de ese Dios que pulula por las páginas de la Biblia- optaron por adquirir Para leer El Capital, aquel damerograma maldito que Louis Althusser perpetrara con la decidida intención de reventar las meninges de cuanto infeliz pasara por sus líneas. El resultado fue un cúmulo de desastres de parecidas dimensiones a los narrados por Carlos García Gual refiriéndose a los filósofos cínicos: si cualquier aristotelillo althusseriano afirmaba que el hombre era "un bípedo implume", cualquier presunto marxistoide psicoanalizado por el libro de Castilla del Pino le respondía arrojando un pollo pelado junto a la estatua de Francisco Suárez, que continúa presidiendo el primer patio de la Facultad de Derecho granadina. El resto de la controversia se reducía a un surtido de tortas que nada tuvieron que ver jamás con las afamadas Maritoñis, tan frecuentes en los ultramarinos de Granada. Sin embargo, Castilla del Pino ya había publicado otros libros de su especialidad -Un estudio sobre la depresión (1966), La culpa (1968), La incomunicación (1970)-, y siguió trabajando en lo suyo -Introducción a la psiquiatría (1979-1980), Estudios de psicopatología sexual (1984), Teoría de la alucinación (1984), Cuarenta años de psiquiatría (1987)- hasta poner dos huevos en ese apartado de la literatura que por contraposición a nadie sabe qué denominamos "obras de ficción" -como si las otras obras fuesen tortillones de realidad a base de papas verdaderas como puños-: El discurso de Onofre (1977) y Una alacena tapiada (1991). Para esa fecha, Castilla del Pino era ya de sobra conocido por cualquier habitante de este planeta aquejado de picores psiquiátricos, en particular, y de rasquiñas intelectuales, en general. Pero su apoteosis literaria llegó un poco más tarde, en 1997, con Pretérito imperfecto, primera parte de una autobiografía en la que este hombre desvela para el público pelón lo que también es: un soberbio narrador. Quienes frecuentábamos los saraos literarios, por poco apego que le tengamos a semejantes eventos, ya sabíamos de las querencias literarias de don Carlos, porque siempre estaba presente, con voz notable y abstención de voto, en las reuniones de poetas, novelistas y demás sujetos de la pluma. Quienes hemos leído su Pretérito imperfecto, sabemos que Castilla del Pino vino al mundo en el San Roque de 1922, que padeció su escolarización -¿será asnalización lo que hicieron los curas con la mayoría de nosotros?- bajo el poder de los salesianos de Ronda, que entre rojos y nacionales casi exterminan a su familia durante la denominada guerra civil -manda cojones el adjetivo-, que los supervivientes consiguieron exiliarse en Gibraltar, que estudió medicina en Madrid soportando al peligroso pelmazo de López Ibor en el departamento de Psiquiatría del Hospital General, que tuvo experiencias manicomiables con el doctor Esquerdo y que, durante esa época, frecuentó la amistad de ilustres del mundo de las artes, las letras y las ciencias. Pero quienes conocemos a un ser inigualable -otro fenómeno irrepetible-, habitante de Aguilar de la Frontera, poeta, pensador libérrimo e independiente, que responde al nombre y apellido de Vicente Núñez, aseguramos que en él don Carlos tiene a un psiquiatra de cabecera con el que se somete a prácticas de risoterapia. La mezcla del uno con el otro es una campana en las manos de un loco -¡uy!, no sé yo si esta expresión aquí...- que repica los domingos -día que Castilla del Pino elige para visitar a Vicente Núñez- haciendo temblar los campanarios del sistema neurovegetativo de la intelligentzia española. Presiento que de esa convivencia estrepitosa saltaron chispas que hicieron estallar las bombas que don Carlos ha colocado en la primera parte de su Pretérito imperfecto: ("A ellos se unieron algunos falangistas, también de uniforme, el más destacado el gordo Aznar, un falangista no de José Antonio sino de Ledesma Ramos, con una historia todavía reciente de heroico y bronco pistolero vallisoletano: allí estaba de camisa azul y pistola al cinto..."). Gracias a los dioses y a los diablos, lo por venir de este escritor y de cuantos pretendemos continuar leyéndole es un futuro perfecto. Me va en ello un electroshock.

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