Nuestra salud constitucionalFRANCESC DE CARRERAS
Con motivo del vigésimo aniversario del referéndum de aprobación de la Constitución se han celebrado diversos actos institucionales, dirigentes políticos y cargos públicos han pronunciado discursos y concedido declaraciones, se han escrito multitud de artículos y se ha debatido, en general, sobre el sentido histórico, la vigencia actual y el valor con vistas al futuro de nuestra Carta Magna. Pasados ya unos días de esta conmemoración, el balance parece indicar que nuestro texto constitucional ha salido reforzado de la prueba. Así lo indica, por lo menos, la interesante encuesta que el prestigioso Instituto Opina llevó a cabo por encargo del diario La Vanguardia. A la pregunta de si están a favor o en contra de la Constitución, el 83,4% de los españoles contestan que a favor y sólo el 3,2% en contra. Por comunidades autónomas, es interesante subrayar que el 77,8% de los catalanes y el 65,5% de los vascos se muestran, también, a favor. La conclusión primera es, por tanto, que nuestra ley de leyes goza de excelente salud, más todavía que hace 20 años, en el momento de su aprobación, lo cual indica que la gran mayoría de los ciudadanos, además de estar de acuerdo con su texto, lo están también con su desarrollo básico. Ahora bien, partiendo de este alto grado de salud como primera conclusión que retener, algunos datos de la encuesta tienen interés en relación con la actualidad política de los próximos meses. En primer lugar, la diferencia entre el grado de aceptación de la Constitución entre los votantes de CiU y del PNV es notable. Mientras que el 80% de los de CiU votan a favor, por parte del PNV sólo lo hace un 44%. La diferencia es grande. El porcentaje de CiU es sólo algo más bajo que el de los grandes partidos estatales: el 89,3% de los votantes de IU, el 87% del PSOE y el 84,9% del PP están a favor de la Constitución. Estas cifras ponen una vez más de relieve el error político que cometió CiU al participar este pasado verano en el "frente nacionalista" con el PNV y el BNG, que en realidad sólo sirvió al nacionalismo vasco para crear un clima apropiado donde escenificar la tregua de ETA. Este evidente error -que ya ha intentado enmendar Pujol al responsabilizar a Pere Esteve de la operación y desplazarlo, de forma significativa, a Europa- pone también de manifiesto la distancia existente en CiU entre el partido y su nueva dirección interna -de un nacionalismo, tras la marcha de Roca, crecientemente radicalizado- y un electorado moderado, de un nacionalismo en muchos casos inexistente. Lo cual indica el peligro -que actualmente mantiene nervioso a Pujol- de que en cualquier momento una parte de sus electores se desplacen hacia el PSC de Maragall o hacia la nueva imagen que al PP le está proporcionando el mismo portavoz Piqué. Ambos movimientos seguirían erosionando el espacio electoral central que CiU todavía ocupa, pero que ya se redujo en las anteriores elecciones. Por otro lado, esta aceptación básica de la Constitución no debe ocultar que la citada encuesta suministra otro dato que no puede obviarse: el 48,8% de los españoles son partidarios de reformarla. Esta cifra se eleva al 65% de los ciudadanos de Cataluña y al 58,2% de los ciudadanos vascos, porcentajes no mucho más elevados que la media española o que, por ejemplo, el 49,2% de los ciudadanos de Madrid también partidarios de la reforma. Esta escasa diferencia entre unos y otros indica que los motivos para reformar son diversos y no se ciñen solamente a la estructura territorial. En este supuesto, cabe preguntarse: ¿no es contradictorio el apoyo masivo a la Constitución y el amplio deseo de reformarla? A mi modo de ver, ambos datos no encierran contradicción alguna, sino que indican la enorme vitalidad de nuestra norma máxima: los ciudadanos la aceptan de forma global y discrepan de ella en determinados aspectos, lo cual nos lleva a la conclusión de que se trata de una norma legitimada por un amplio consenso que opera en una sociedad de pensamiento plural y libre. Ofrece confianza a partir de sus principios vertebradores básicos y se discrepa parcialmente de ella en preceptos concretos, claro síntoma de una sociedad democráticamente sana, es decir, de una sociedad trabada por valores esenciales pero crítica, abierta, tolerante y permisiva con la disidencia. Es con esta confianza en nuestra carta de derechos como podemos afrontar cualquier cambio. El miedo a la reforma sería, precisamente, la derrota del espíritu constitucional o, lo que es lo mismo, del espíritu democrático. El contenido de una Constitución cambia a través de dos vías: por la reforma formal -cambian las palabras mismas de los artículos- o por vía de interpretación jurídica -cambia simplemente el significado de estas palabras-. En la vía de la reforma, el procedimiento está señalado en la propia Constitución y su cumplimiento es condición indispensable de la legitimidad de los cambios. En cambio, la legitimidad de éstos por vía interpretativa es, por otra parte, mucho más difusa y debe averiguarse, en principio, por las razones expresadas en los textos legales o jurisprudenciales que los han producido. Ahora bien, ninguna de estas transformaciones debe hacerse sin un amplio debate público en el que todos puedan intervenir. Una Constitución no es un texto legal cualquiera, sino una norma con un gran significado integrador que afecta a los aspectos esenciales de la vida de una comunidad. Los ciudadanos, aun los muchos que no han leído nunca los preceptos constitucionales concretos, conocen los principios que la inspiran y sus principales reglas. En esto consiste la seguridad jurídica desde el punto de vista constitucional. Todo cambio, por tanto, debe serles consultado y ellos tienen derecho a opinar antes de que éste se produzca. En los próximos meses y quizá años es previsible que desde diversos sectores se demanden cambios constitucionales. Ello sólo puede producirse, en todo caso, tras un debate sometido a determinados requisitos. Primero, debe ser absolutamente público, es decir, no debe realizarse en el ámbito cerrado y exclusivista de la clase política, sino en el seno de la opinión pública. Segundo, debe ser un diálogo entre todos, entre la generalidad de los ciudadanos del país, sin descalificaciones ni marginaciones apriorísticas. Tercero, deben utilizarse en él sólo argumentos racionales desde posiciones razonables. Y cuarto, el respeto mutuo y el espíritu de tolerancia deben presidir las discusiones, que sólo pueden concluir mediante la adopción de las decisiones aprobadas por mayoría, a poder ser por consenso, y previamente aceptadas por todos, sean las que sean. "Ciencia", decía Ortega y Gasset, "es aquello sobre lo cual cabe siempre discusión". Lo mismo podría decirse de una Constitución democrática. Pero así como la ciencia tiene sus métodos y no hay ciencia sin ellos, también el debate constitucional tiene los suyos: publicidad, generalidad, racionalidad, razonabilidad, tolerancia, decisiones mayoritarias. En definitiva, las mismas reglas de cualquier debate democrático. Si todos estamos dispuestos a someternos a estas reglas, no debemos temer cambio alguno. Si en lugar de seguir por el camino constitucional y democráticamente señalado, alguien quiere circular por algún atajo que las incumpla, la actual aceptación de nuestra norma constitucional pone de manifiesto que actuará contra el sentir de la mayoría y quedará de antemano excluido de nuestro Estado democrático de derecho.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
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