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Tribuna
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El cepo de Sacchi

Sumidos en un permanente estado de inseguridad, los entrenadores suelen aplicar una misma economía de supervivencia. Con pequeñas variaciones de estilo, consiste en elegir un sistema conservador y aplicarlo con un criterio mezquino. Gracias a este artificio macarrónico consiguen alcanzar dos objetivos contradictorios: se vacunan a un tiempo contra la inseguridad y contra la brillantez. Se inmunizan deliberadamente contra los batacazos y en la misma operación se hacen una lobotomía.Su divisa es, pues, el resultado corto; en justa correspondencia, su gloria es el vuelo de la gallina. Con ellos al timón nunca pasa nada: en el peor de los casos, el equipo hace un indecoroso aterrizaje sobre las posaderas, pero logra salvar la vida; en el mejor mete un golito a última hora y alcanza penosamente la seguridad del gallinero. Sobre esa estirpe de maestros de la desbandada cabe una primera reflexión: puesto que llevan el finiquito en la mano es difícil hacerles algún reproche. Nadie tiene humor para filigranas cuando está condenado a vivir frente al pelotón de fusilamiento. Sin embargo, ese respeto no nos autoriza a ignorar las excepciones.

Sin duda, una de ellas es Arrigo Sacchi. A saber, don Arrigo se hizo entrenador en una escuela cuya más célebre expresión de valentía es el repliegue estratégico. En su mundo, renunciar al catenaccio era, más o menos, entregar la retaguardia al enemigo. Nadie sabe por qué sorprendente mecanismo de resistencia el recién llegado se inspiró sucesivamente en la doctrina de César Menotti y en la de Pacho Maturana. Mientras muchos de sus más ilustres colegas aprovechaban cualquier distracción para poner un candado más en la puerta, es decir, para volver al marcaje individual, a él se le ocurrió practicar una defensa móvil. Las claves del nuevo sistema eran un prodigio de elasticidad: si atacabas a fondo, hacía retroceder el último baluarte hasta la línea del área, pero de pronto Franco Baresi daba la orden de zafarrancho de combate y cuando querías despertarte lo había adelantado hasta el centro del campo. Segundos más tarde, te enfrentabas a uno de estos dos supuestos: o bien estabas en fuera de juego, con lo cual debías devolverle la pelota; o bien la manejaba Donadoni y, santo Dios, tenías a Ruud Gullit, Frank Rijkaard, Marco Van Basten y a toda la colonia holandesa lustrándose las botas en el punto de penalti.

Conviene advertir que semejante pericia no era un don del cielo. Por el contrario, era la conjunción de un lúcido profesional, decidido a incumplir sistemáticamente el viejo guión del calcio, con unos futbolistas dispuestos a creer que el mejor antídoto contra el pánico era la salida del equipo a campo abierto.

También es justo recordar que aquel mago de la flexibilidad podía disfrutar de dos prerrogativas presidenciales: junto al beneficio de la duda, el beneficio de la paciencia.

Sucedió así que, durante ocho meses, los valedores del cerrojo le tuvieron en observación, dispuestos a echarle los mastines a la menor oportunidad. Y, aunque la encontraron bien pronto, cuando el Espanyol de Javier Clemente consiguió infiltrar al Nanu Soler en la trama de don Arrigo y eliminarle en el torneo de la UEFA, el presidente Berlusconi decidió quitarse la bufanda de tifoso y reservar la guillotina para otra revolución.

Todo lo demás es historia. Aunque sólo sea por ella, Forza don Arrigo.

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