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Caballo de hierro

Viajar hoy, no importa por qué medio, se ha convertido en gesto habitual, desprovisto del aura de emoción, temores y misterio que tuvo en tiempos no muy remotos. Ahora me refiero al que fue transporte corriente, al menos hasta pasada la mitad de este siglo: el tren. El otro día, una jornada cualquiera, ni principio de mes o fin de semana, ni preludio de puente festivo, hube de trasladarme a un pueblo de la Costa Brava desde este Madrid de nuestras rutinas. No hay posibilidad de enlace directo, salvo en automóvil particular. Desplazarse a Barajas, saltar por el aire hasta Barcelona y, desde allí, mudarse a las estaciones para tomar el tren que enfile la comarca de Girona supone el empleo de unas cinco horas, arrastrando el equipaje de un lado para otro. Queda este recurso del ferrocarril, que tarda casi lo que un vuelo a México, vía Montreal: unas ocho horas y media, y no se puede decir que vaya despacio.Me refiero al Intercity diurno, que realiza un amplio rodeo y sustituye al Talgo directo, que sólo circula en temporada veraniega, periodo navideño y quizás en Semana Santa. No sé cuándo será realidad el proclamado proyecto del AVE a Valencia; hoy, las habas son contadas. Si se provee uno de los periódicos, el libro entretenido, soporta las películas que se proyectan, defectuosamente visibles si el día invernal es soleado, y tiene suerte con los compañeros más próximos, la jornada deja de ser tan pesada como cabría imaginar. No puede estar quejosa la Renfe, pues en ambas ocasiones, de ida y de vuelta, los vagones van al completo. Un buen paquete de viajeros se apea en Albacete, los más en Valencia; allí se renueva el pasaje con quienes quedan en Castellón, Tarragona o la Ciudad Condal, para recoger a los que, tras breves detenciones, alcanzan el destino fronterizo con Francia.

Una odisea, bastante llevadera, aunque sea falazmente aplicable el argumento de que, a lo largo del vagón, puede uno estirar las piernas o visitar la cafetería. Han sido suprimidos todos o buen número de los coches que disponían de compartimentos para dejar el equipaje más pesado, que se deposita, tranquilamente, en el estrecho pasillo central. Las cosas han cambiado, fuera y dentro del tren. Apenas hay gente que despide a los que se marchan y recibe al que llega. En los pequeños lugares y apeaderos, salvo los inmediatos usuarios, se percibe apenas la silueta del señor jefe de la estación, que toca el pito y se cala unos instantes la gorra galoneada. La niña de la estación murió hace tiempo o está en una residencia de la tercera edad, esperando aquella carta prometida, la cara amiga que vuelve, la promesa que tantas veces se esfumó tras el farolillo rojo.

Sale el convoy, presumido y jactancioso, del espléndido recinto de Atocha, emparedado entre fábricas abandonadas, antiguos talleres ferroviarios, sobre el enmarañado acertijo de los raíles entrecruzados; las casas de los suburbios, con la ropa de faena tendida junto a las sábanas, parecen solicitar una tregua a la fatiga o flamear un saludo para la ciudad que se resiste a ser conquistada. Abrumadores bloques de viviendas, como pueblos llevados hasta allí por un viento mágico; naves de arquitectura ciega, en cuyos muros leemos esas palabras que amparan la mayor parte de las cosas utilizadas a diario, las necesarias y las que excitan el ansia de tener. A poco, lo que era un pueblo empieza a ser un barrio, hoy día de mercado, de feriantes, tenderetes con víveres, prendas de vestir, posiblemente falsificadas, que cubren y abrigan como las de marca registrada. Vigilantes del zoco, pequeñas furgonetas blancas recogerán los restos y volverán a abastecerse para la próxima almudena (otra acepción de la alhóndiga, que se han saltado a la torera los académicos de la Lengua). Sobre los vestigios de ladrillo granate oscuro, unos azulejos proclaman que allí se vendió el oro, el platino de estas tierras secas: el azafrán.

El silbido del convoy ya no tiene aquella calidad del vapor libertado de la locomotora. A lo lejos, montando inútil guardia cimera, la silueta de una tertulia de molinos de viento, que no se sabe si aún mueven las aspas. Primera parada, camino de los Pirineos orientales: Alcázar de San Juan. Acaba de comenzar un largo viaje.

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