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El archipiélago PSC-PSOEVALENTÍ PUIG

La imponente isla de Juam aparece en unas páginas de Herman Melville. En su centro, hay un barranco donde desde siempre habitan los monarcas de la isla. Situados en el barranco, aparecen dos pequeños pueblos: el occidental está habitado por la tarde y el oriental, por la mañana. Eso permite a los habitantes pasarse el día a la sombra. No resulta ser otra la hipótesis socialista de una circunstancia electoral en la que, por efecto de una conjunción astral protagonizada por Pasqual Maragall y José Borrell, una sombra acogedora y benéfica pueda mecer las vidas de los votantes, sin aristas ni contradicciones. Dicen que el lenguaje va a ser el mismo, pero es de suponer que se concrete con intensas variaciones dialectales. Lo que cuenta es que la mayoría prefiera la nueva sombra a un sol pujolista que -según los cálculos del PSC-PSOE- vaya a dejar de ser el objeto celeste más luminoso del firmamento. Previamente, a la masa encefálica del PSC le urge bastante saber con exactitud quién está al timón en el buque nodriza del PSOE, no solamente porque los electorados castigan a los partidos con imagen de fractura, sino también porque apostar por el binomio Maragall-Borrell antes de tiempo sería un fiasco ligeramente desincentivador. A efectos de realismo político, lo de menos es saber si a Pasqual Maragall le apetece la colaboración de Borrell o si se trata de una pareja de vecinos que se odian pero se unen para desalojar al presidente de la comunidad de propietarios. Para los fines del transversalismo maragallista del que tan poco se habla en estos días, incomoda no olvidar que un cierto predominio del ala radical ha imposibilitado el acceso al poder de partidos socialdemócratas. Fue la larga travesía del desierto del laborismo británico, lastrado por los sindicatos y el neutralismo. Ha sido hace muy poco el cambio de liderazgo en la socialdemocracia alemana para de inmediato caer en la vieja contradicción, con Oskar Lafontaine echándole las cuentas al Nuevo Centro del canciller Schröder. Del dirigismo de Borrell al social-liberalismo de Maragall también va un cierto trecho. Maragall es decididamente postsocialista y Borrell quizá sea socialdemócrata, pero a fuer de socialista. Ciertamente, ambas posturas son legítimas y racionales, pero tan sólo el electorado sabrá decidir si son razonablemente compatibles y si la variedad dialectal no va a embarullar en alguna medida la comprensión de los mensajes. Antes de la fecha de los comicios, por ejemplo, el entramado del PSC-PSOE habrá de trazar un programa electoral y la distancia entre las posturas de Borrell y Maragall puede exigir tales dosis de fumistería y de ambigüedad que quizá superarían el doble lenguaje atribuido a Jordi Pujol cuando habla en Cataluña o cuando habla en Madrid. Los cálculos sobre la arquitectura de la sombra acogedora proceden de una fecha en la que la actual tricefalia del PSOE ni tan siquiera se insinuaba. Son comprensibles muchas de las intemperancias del socialismo en los últimos meses, pero la congoja actual no se puede prolongar más allá en el tiempo salvo que quiera dársele naturaleza en el espacio. En ese caso, el efecto bandwagon del maragallismo saldría notablemente perjudicado después de que, al menos entre no pocos intelectuales de Barcelona, sonase su disparo de salida con la aparición de Borrell triunfante en las primarias. Es una curiosa paradoja de la vida política que dos opciones de raigambre y talante tan distintos como son Pasqual Maragall y José Borrell no tan sólo consigan coexistir, sino también complementarse como un atractivo electoral, un bandwagon al que se suben parte de Sant Gervasi, parte de la abstención y el bloque cultural siempre quejoso del pujolismo. De solucionarse a favor de Borrell la crisis de autoridad en el socialismo español, uno de los pasos siguientes ha de consistir en plantar su tienda en Cataluña, en la línea de salida. Delimitado su espacio en el PSOE, Borrell habrá de ocupar territorio en esa especie de parque temático que viene siendo el PSC, en un laberinto de viejas glorias, capitanes, personajes desplazados desde Madrid y nuevas ilusiones. Desde que el PSOE fue fundado en una taberna a espaldas de la Puerta del Sol, los socialistas han superado no pocas crisis y han aprendido a cicatrizar sus heridas. Ahora, afortunadamente, el choque entre Almunia y Borrell nada tiene que ver con la enconada refriega entre Indalecio Prieto y Largo Caballero. Es, indudablemente, una fractura homologable con la situación de la socialdemocracia en Europa y con el problema crónico de la sucesión en el liderazgo y la transición generacional en situaciones de partitocracia. Aunque disguste a los nostálgicos del grand jour, ha corrido mucha agua desde que en el congreso extraordinario del PSOE en 1979 se dijera que la revolución no es el gran día, sino el proceso permanente y conflictivo para generar el cambio en la sociedad. Ahora Javier Solana tiene las llaves de la OTAN y la costumbre es hablar de la globalización o del euro. Para el maximalismo alborozado, la aparición de Borrell significaba el retorno a lo que debiera haberse hecho y no se hizo, a lo que dejó de hacerse porque era mejor morir en el metro de Nueva York que en el de Moscú. Esa es una película a la que Pasqual Maragall lleva sintiéndose algo ajeno desde hace años, imbuido por un mestizaje ideológico difícilmente homologable. Según fabuló Melville, el palacio del rey de Juam es un laberinto que culmina en una zona recóndita: el centro del palacio es pequeño, iluminado por claraboyas por las que sólo puede verse el firmamento. Allí está el rey, abrazado a sí mismo como la perfecta esfera de las esferas dentro de una esfera. Para las hipótesis de futuro, la cuestión estriba en saber si quien se abraza mejor a sí mismo es Pasqual Maragall o José Borrell.

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