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Maragall

J. J. PÉREZ BENLLOCH El candidato a la Generalitat catalana, Pasqual Maragall, se ha dado estos días pasados un garbeo por tierras valencianas en las que ha disertado sobre las ciudades y el federalismo, además de dejar su impronta en otros capítulos. Digamos de pasada que la visita de nuestro eminente primo hermano del norte no ha suscitado, por lo que a este observador le consta, la menor alergia o rechazo público por parte de los custodios de las esencias indígenas diferenciadas. Cierto es que el visitante no ha dado motivos para el desaire, pero otrora hubo paisano suyo que vino con una rama de olivo y salió abroncado. Gozo nos da imaginar que, a lo mejor, estamos convalecientes de la peste blava. Dos asuntos principales han constituido el meollo de su prédica y bien fuere por cálculo o casualidad han venido a ser dos manos tendidas a sus compañeros de Valencia. El ex alcalde de la Barcelona renacida de sus cenizas ha reivindicado el municipalismo, glosando el papel de la ciudad en el marco del país y de Europa. Por momentos creímos escuchar el discurso de quien fuera primer edil de este cap i casal, Ricard Pérez Casado, el enamorado de las ciudades como venero de libertades y motor de desarrollo. Ya no se escuchan estas oraciones, trufadas de humanismo y un toque de utopía. Ahora prima la doctrina del atobón, del urbanismo efectista, el espacio citadino como patio de Monipodio, pero sin un gramo de civitas, el negocio puro y duro. El alma de la ciudad se relega para los poetas, como a su modo han sido los citados munícipes. En sintonía con el dirigente socialista de esta plaza, Joan Romero, el sucesor (¿qué apostamos?) de Jordi Pujol postuló el federalismo como solución indefectible a la organización del Estado, y a modo de brindis a la parroquia local aseguró que valencianos y catalanes serían la punta de lanza de la llamada "revolución federal". Suena lindo, pero sería prodigioso que la clase política del País Valenciano fuese capaz de asumir el protagonismo que se le anticipa. Hoy por hoy, y con pocas excepciones, está enviscada en un toma y daca gallináceo, con el ojo puesto en la galería. También es verdad que los medios de comunicación y sus oficiantes no ayudamos mucho -en realidad, no ayudamos nada- a levantar el vuelo. Lo bien cierto es que unos y otros nos refocilamos tanto en el disbarat que otro tono más exigente nos suena a jerga china. Y tal es otra de las sugerencias que se desprenden del rápido viaje de este pariente de arriba que, por lo demás, y a diferencia de la inmensa mayoría de sus colegas catalanes, conoce nuestras entretelas, estima nuestras potencialidades y hasta se pirra por algunos de nuestros rasgos colectivos, quizá de eso que él mismo ha descrito como joie de vivre y que tan cara nos ha costado en su acepción meninfotista. Pero aludía al tránsito de Maragall por los foros valencianos y al contraste de su discurso y talante con el que es habitual entre la fauna pública y mediática que nos gobierna. Se trata -en caso del visitante catalán- de un producto maduro decantado por una sociedad más templada que, sin embargo, no le veta hablar claro y argüir fuerte. Ahora bien, sin llegar ni de lejos al desmadramiento que cunde por estos lares donde por menos de una nimiedad reputan de "fascista", "cacique" o "camastrón" al mismísimo presidente del Consell. La antología de los dicterios que se intercambian o se aplican en el coso público de esta plaza nada tienen que ver con la retórica y estilo de este candidato cortés. Confiemos que sus teorías calen y su ejemplo prenda.

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