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Jóvenes y homicidas

JUSTO NAVARRO Son mayores de edad muchos de esos jóvenes que invaden las madrugadas de viernes y sábados. Han cumplido 18 años, y hay que considerarlos como lo que son: mayores de edad y, dentro de los límites que fija la ley, dueños de su vida, aunque el dinero les venga de sus padres y en casa de sus padres tengan hechas la cena y la cama. Son libres y, si viven en la casa paterna, se supone que habrán establecido con los suyos un acuerdo libre de vida en común. Conozco a padres doloridos porque les escuece la ingratitud del hijo (la ingratitud es un aguijón envenenado): le doy todo a mi hijo y él no me confía su vida de adulto, de persona mayor de edad. Pero es imposible forzar la generosidad, el reconocimiento, la amistad más o menos. Los padres dan porque quieren, y los hijos se dejan dar porque quieren y a veces también dan. El resquemor contra el hijo díscolo convierte al hijo en el enemigo emboscado en casa, huésped antipático que nos molesta cuando se levanta y cuando se sienta, porque las dos veces mueve la silla y se mueve él. Y lo peor llega las noches del fin de semana, cuando los menores mayores de edad derrochan el dinero de sus padres, y desencadenan una explosión inacabable de motos con el escape libre y percusiones electrónicas, y aplastan vasos de plástico, y vacían y rompen botellas de cerveza. Es como volver al siglo XIX, cuando los trabajadores, con el sueldo semanal recién cobrado, invadían el centro de las ciudades y se emborrachaban y peleaban y despreciaban la vida ejemplar de sus patrones. La conspiración juvenil se suma o sustituye desde los años cincuenta a la conspiración roja, ahora mismo extinguida. Es un probable enemigo la juventud, porque no viste, no bebe ni vive como sus mayores, que ponen el dinero para ser avasallados por la feliz rebeldía juvenil: como si invirtieran en su propia demolición. La pesadilla de la juventud difícil produjo en 1957 una rara novela, Los cuchillos de Midwich, de John Wyndham. Cierta noche, la ciudad de Midwich cae en un luminoso trance hipnótico, y los tripulantes de una astronave alienígena fecundan a todas las mujeres: nueve meses después nacerán niños perfectos, altos y rubios, de ojos dorados. Crecen. Son niños enigmáticos. Matan. Tienen nuestro aspecto, pero distinta naturaleza: enloquecen a los niños buenos del pueblo, los asesinan. Entonces la comunidad, con la bendición del párroco, decide aniquilar a los malvados. En Sevilla, en los jardines de Murillo, una noche de viernes, niños con navajas han asesinado a un veinteañero. Pero creo que Amalia Gómez, secretaria general de Asuntos Sociales, tiene razón cuando dice que son buenos la mayoría de los jóvenes. Me figuro que son como la mayoría de los mayores: no conozco a mucha gente de mi edad que lleve navaja y sea capaz de apuñalar a nadie. En Granada, el Ayuntamiento aislará y cubrirá de tierra la glorieta de Arabial, una plaza-anfiteatro donde grupos de jóvenes se reunían a charlar y beber, y la policía evitará concentraciones juveniles. Me temo que un acto criminal, excepcional, les servirá a algunos para justificar que lo normal sea sometido a un estado de excepción.

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