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Joan Romero

J. J. PÉREZ BENLLOCH Tengo la impresión de que a Joan Romero, secretario general del PSPV, no le hacen mucha mella las andanadas críticas que le dedican sus adversarios mediáticos, y un tanto de lo mismo le conmueven las -más ácidas y pertinaces- de quienes pasan por ser comentaristas proclives a esas siglas. Se le ha endurecido la piel y, además, le consta que no le adornan las cualidades de un encantador de serpientes, como es el caso del ex ministro Antonio Asunción, pongamos por ejemplo, cuando de lidiar con los medios de comunicación se trata. El estilo profesoral y razonador que se gasta el citado dirigente sólo es adecuado para públicos reflexivos y políticamente adultos, lo que no se traducirá en un aluvión de votos, pero sí conlleva un crédito de rigor y respeto a los auditorios. Lo suyo, en suma, no es la demagogia ni el show. Así dotado, se enfrenta estos días a la atinadamente llamada fiebre de las primarias que postula la generalización sin trabas de este sistema para la confección de las candidaturas municipales y autonómicas. Los portavoces del Movimiento por el Cambio se presentan como adalides de esta fórmula, sin duda atractiva y más democrática que cualquier otra. De ceder a la tentación por lo fácil, Romero hubiera podido hacer suya esta bandera renovadora y amparar las primarias por doquier. Un gesto airoso y rentable, siquiera fuere por los aplausos de la militancia y el desarme de sus discrepantes, los del "Cambio". Sin embargo, ha primado a nuestro entender la responsabilidad del líder, que se inclina por una solución mixta, en virtud de la cual la ejecutiva se reserva la designación del 40% de los nombres. El fundamento de esta limitación no es otro que la desproporción que a menudo se registra entre el número de afiliados del partido y el censo del municipio en cuestión, de tal modo que el cabildeo de cuatro compañeros puede decantar una candidatura absolutamente primaria, pero sin el menor viso de prosperar ante el electorado. Una cautela que quizá no procedería si los simpatizantes del PSPV -de existir y ser numerosos- participasen en la elección, pero ese trance no ha llegado todavía y, por eso mismo, parece prudente adoptar unas ciertas garantías cuando las bases andan tan mermadas. Que el Consejo Territorial u otro órgano partidario opte por un criterio distinto no empece el mérito del secretario general al decantarse por el que juzga idóneo, aunque sea restrictivo y menos complaciente. Otro episodio en el que Romero ha de aguantar pullas y destemplanzas es el relativo a la confección de la Academia Valenciana de la Lengua. De creer buena parte de lo dicho y publicado, estaríamos ante un zoquete manipulado -"engañado", afirman- por sus interlocutores del PP y, especialmente, por el presidente de la Generalitat. No obstante, y al margen de las impericias negociadoras que hayan podido constatarse, el único cargo con fuste que se le puede imputar es el haber confiado en un desenlace feliz o, al menos, tolerable. Pero en esa laguna caímos muchos, la inmensa mayoría, reos de confundir los deseos de paz con la realidad, cuando la realidad evidencia que en este asunto el esperpento se sobrepone a la razón. Romero se ha limitado a no transigir con el embolado o el paripé que se le proponía. Si algún reproche tiene asiento es el de la paciencia sin causa. Pero la paciencia roqueña es, como sus deudos y enemigos van sabiendo, la gran cualidad de este universitario que no conoce el desaliento.

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