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Ser un ex

En este sistema nuestro casi presidencialista, no hemos acabado de encontrar un lugar para los ex presidentes. Tampoco ellos, en verdad, se han esforzado siempre por encontrarlo. Llegados a la presidencia muy jóvenes, su salida en pleno vigor físico y mental no les invitaba a esa forma de presencia típica de quienes han sido presidentes y saben que, por imperativo constitucional, nunca volverán a serlo. No les seduce nada la perspectiva de convertirse en jubilados de lujo, gentes que lo saben todo acerca del poder y que, libres ya de sus constricciones, pueden adoptar un punto de vista superior sin necesidad de intervenir en la cotidiana refriega política. En esos casos, la elevación no significa pérdida del sentido de lo real, sino resumen de una sabiduría destilada por la rica experiencia vivida.Esa envidiable posición no es aquí la que se estila. Si se exceptúa a Leopoldo Calvo-Sotelo, los otros dos presidentes de gobiernos democráticos españoles han vivido como inmerecido trauma su salida del Palacio de la Moncloa. Muy dramática la de Adolfo Suárez, a quien sobraban razones para sentirse abandonado y hasta traicionado por gentes a las que él aupó a situaciones de poder, su dimisión no fue más que el comienzo de un largo y algo errático periplo hasta que por fin alcanzó la única conclusión posible: que la historia no se repite. Sólo cuando se decidió a disolver su último invento de laboratorio, entró Suárez en lo que convencionalmente llamamos historia. Hoy Adolfo Suárez es un personaje histórico y el reconocimiento del que ha disfrutado en los últimos años, tardío bálsamo para sus numerosas heridas, le ha rodeado de esa especie de aura que disfrutan las gentes situadas más allá de la batalla.

Felipe González tampoco abandonó sin profundas cicatrices La Moncloa. Si para Suárez 1980 fue un año aciago, para González lo fue toda su última legislatura: una presidencia de más de diez años pisoteada, vilipendiada; un partido más que desavenido, a punto de romperse; una oposición que no dudaba en recurrir a los métodos propios del canibalismo político; una prensa en diaria persecución, como a la caza. Aguantó, sin embargo, y dejó en el último combate las espadas en alto, convencido de que con sólo una semana más de campaña habría atrapado la escueta ventaja que al final le sacó un adversario.

Fue una salida en posición airosa, no una inapelable derrota; una salida que dejaba la puerta abierta a un probable retorno, al que le podía invitar además el deseo de saborear a su debido tiempo, bien frío, el plato de la venganza.

De ahí que no viviera aquella salida como un suceso irreversible, sin vuelta, y que haya seguido desde entonces como político en activo. Sus metas parecen haber sido, primero, acabar con la facción disidente de su partido, lo que resolvió dimitiendo de la secretaría general y arrastrando así la caída de sus rivales; segundo, someter a un permanente ataque a su antigua oposición, convertida ahora en Gobierno. Y con el partido en manos amigas y el Gobierno a la defensiva, el futuro podría deparar cualquier cosa, incluso una vuelta a la presidencia. Más que transmitir la tranquila sabiduría que se supone a un ex presidente, González da la sensación de estar ahí, en la lucha política diaria, con sus opiniones, sus ataques, sus cuchufletas, buscando titulares, libre para opinar cualquier cosa, venga o no venga a cuento.

Y ése es precisamente el problema: que siendo un ex todo, un ex presidente, un ex secretario general, se conduce como alguien que sigue teniendo ganas de pelea pero que, liberado de la contención y las cautelas que impone el cargo, puede decir lo primero que se le viene a la cabeza... o al hígado. Su propia gente tendrá que resolver qué hacer con él, pues como la cosa siga así es muy posible que el PSOE acabe perdiendo el rumbo en el jaleo levantado entre las voces de uno que fue y ya no es, otro que nunca llegó a ser y un tercero que quiere ser y no le dejan.

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