El ahogo de las estrellas
Las cifras muestran que son cada vez menos los aficionados que van al campo. No es seguro que esto se compense con muchos más aficionados que ven partidos por la televisión y todavía menos seguro es que los aficionados sean, hoy por hoy, más aficionados. Desde que se inauguró la Liga de las Estrellas hace dos temporadas el brillo no ha dejado de decrecer. Una señal de que el fútbol ha ingresado en una zona de penumbras es el deslucimiento con el que se muestran las gradas y la asidua decepción en la que nos dejan los partidos que vemos.No hace falta más que referirse a dos equipos, como el Deportivo y el Betis, para constatar la enfermedad de la tristeza, que como a los naranjos, está agostando nuestras cosechas. La cosecha de jugadores nacionales y la cosecha de emociones de calidad en los conjuntos donde se depositan grandes expectativas. No las estrellas, una a una, sino la superabundancia de estrellas ha provocado un fenómeno perverso: ahora los cracks no se ven o se les ve sólo en una menguada parte. El caso de Denilson es emblemático pero podría extenderse al mismo Savio o a Kluivert y tantos otros que se apagan entre el fulgor de millones con los que fueron emplazados en el césped nacional. Y si esto sucede con los jugadores no se diga ya de los entrenadores de lujo. Ninguno de los grandes ha logrado responder proporcionalmente al valor que se le atribuía y menos al resplandor de su currículo.
Algo de naturaleza aciaga domina el espacio futbolístico español. Una atmósfera afectada por las radiaciones de las grandes estrellas provoca efectos negativos sobre el espectáculo global. Dentro de la saturación lumínica el equipo se comporta como una masa cuajada de pedrerías, demasiado abrilantada o y falta de un contraste para crear sorpresas y amenidad. Paradójicamente, los equipos que actualmente destacan, como el Mallorca, el Zaragoza o el Celta son aquéllos en los que todavía existe una diversidad entre los claros y las sombras, equipos donde el estrellato no viene garantizado por el pasado y muchos de sus jugadores poseen un futuro por conquistar.
De los equipos supergrandes, o supersaturados de ídolos, no hay, a lo que parece, nada que esperar. Todo se encuentra realizado. Cada partido será, en el mejor de los casos, una prueba de lo probado; a cada uno de sus hombres célebres no los tumba una mala actuación porque su carrrera se encuentra de antemano sellada. Certifiada por su pretérito y rubricada, ademas, por un contrato astronómico ante notario. En consecuencia de su futuro no puede soprender nada y de su ascenso, habiendo tocado al firmamento estelar, es también inútil aguardar un salto más. Lo que vivimos en España es pues el ahogo del techo, la angustia del límite, y el engaño, además, de creernos presenciar una realidad cuando, de hecho, la mayoría de los futbolistas que juegan son leyendas ya.
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