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Las heridas abiertas

Desde hace una década, la doctrina triunfante del ultraliberalismo sobre la panacea de la "mano invisible del mercado" no sólo decide de nuestras vidas y haciendas, sino que, a través de la omnipotencia y ubicuidad de los medios de información, parasita, con un poder de persuasión muy superior al "obvio" denunciado por Marx, el cerebro de la humanidad entera, incluso el de aquellas sociedades y grupos nacionales y religiosos que se oponen a ella y al negarla la establece no obstante como punto indispensable de referencia. Como observa acertadamente Sami Naïr en Las heridas abiertas (El País-Aguilar, Madrid, 1998), "la civilización occidental se ha convertido en mundial; a partir de ese momento, las culturas son locales". Con todo, la civilización técnico-material, cuyo principio es producir lo Mismo y lo Idéntico a escala planetaria, engendra, como nos recuerda el autor, unos mecanismos de contradicción insoluble: "al unificar, divide; al integrar, excluye; al desacralizar, da un nuevo carácter confesional; al mundializar, vuelve a nacionalizar". En un momento en el que los heraldos del fatalismo risueño se tragan el sapo de la transmutación de la Tienda Global en Casino Global y del predominio creciente de la especulación financiera y bursátil sobre la racionalidad de las economías nacionales, la situación de exasperada pobreza reinante en Asia, África, Iberoamérica y Rusia y las explosiones de afirmación identitaria y guerras interétnicas confirman la sombría predicación de Octavio Paz: nuestra época es ya la de la venganza de los particularismosAl analizar la iniquidad de las relaciones entre norte y sur en el área mediterránea, Sami Naïr subraya que el conflicto, contrariamente a las famosas tesis de Samuel Huntington, no es de civilizaciones sino de culturas -tal como lo había advertido hace dos décadas, con su habitual lucidez, el historiador y filósofo tunecino Hichem Djaït-, en función de la mayor o menor adaptación de las últimas al modelo civilizador impuesto desde fuera.Poco antes de la guerra civil española, el gran hispanista inglés Gerald Brenan justificaba su huida de la Inglaterra industrial a la subdesarrollada y montaraz Alpujarra con el argumento, plenamente defendible en el plano creador y subjetivo, de que encontraba en la última una sociedad que anteponía "las necesidades más profundas de la naturaleza humana a la organización técnica necesaria para procurar un mayor nivel de vida". Según él, "un aumento del nivel de vida [sería] un pobre sustitutivo de la pérdida de la primitiva comunidad de sentimientos y los aldeanos españoles [eran] lo bastante sensatos para saberlo". Obviamente, Brenan se equivocó de medio a medio y España adoptó razonablemente la organización técnica indispensable a la creación de riqueza a costa de su presunta autenticidad. Cierto que el rápido acceso a las ventajas materiales se produjo sin una preparación ético-cultural adecuada y nuestro país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos ofrece a menudo el rostro poco ameno de una sociedad tan arrogante como reacia al saber y a las normas democráticas. Mas esto es arena de otro tremedal.

A diferencia de España y su tardía pero veloz aceptación de la ética calvinista, la cultura araboislámico, ajena también desde hace siglos como la nuestra a la innovación técnica y la creación científica y filosófica, no ha sabido encarar tal desafío. Las razones de dicho fracaso son a la vez internas y externas. Como dice Sami Naïr refiriéndose a los Estados árabes y más concretamente a Argelia, el discurso republicano laico y positivista fue desmentido desde el comienzo por la brutalidad e injusticia de la colonización: "si la República [francesa], con el pretexto de la laicidad, excluía a los musulmanes argelinos de las prerrogativas de la ciudadanía para preservar en realidad el sistema colonial, apartaba con ello de su horizonte espiritual a la laicidad misma; ésta era asimilada a la empresa de aculturación emprendida por los colonizadores. Y de rebote, el islam frustraba su propia revolución secular". En el momento de la independencia de la República argelina "democrática y socialista", sólo Budiaf y la Federación del FLN en Francia defendieron el carácter laico del Estado. Tras el golpe de Bumedián, la dictadura de un ejército que destituye conforme a sus conveniencias a los máximos representantes del poder civil (de Ben Jeda a Chadli Benyedid), los encarcela (como a Ben Bella), los asesina (como a Budiaf), perpetúa con máscaras distintas la antigua separación colonial entre europeos y musulmanes: la oligarquía militar y la llamada mafia político-financiera actúan como una gran bomba aspirante que atrae a sí cuantas partículas de poder y de riqueza puedan substraer del país. Sus privilegios y arrogancia son los de la difunta administración francesa.

A estas razones externas habría que añadir la carencia, cada vez más dramática, de un esfuerzo de reflexión y de crítica en las comunidades arabomusulmanas, carencia denunciada con energía por Edward Said. Si los islamistas han sabido captar en el Oriente Próximo y el Magreb las frustraciones de los jóvenes y desempleados ante la falta de perspectivas de inserción, la degradación de sus condiciones de vida y la corrupción sin límites de las élites gobernantes, la pretensión de un teórico como Hasán el Turabi de otorgarles un papel similar al de los puritanos y calvinistas en el despegue de las economías europeas y en la creación de riqueza, omite un punto esencial: el protestantismo y la ética individualista que impulsaron la modernización del mundo occidental se fundaban en la libre interpretación del texto religioso bíblico. En el islam, el ixtihad o esfuerzo personal de reflexión prevaleciente en los tres primeros siglos de Hégira, es decir, en los del prodigioso desenvolvimiento de la civilización y cultura árabes, fue paulatinamente asfixiado por la rigidez de inmovilismo de los teólogos. Arabia Saudí, Afganistán y Sudán son los ejemplos extremos de esta petrificación. Sin ixtihad, el islamismo no puede afrontar con éxito los retos de la modernidad. Como advierte el autor de Las heridas abiertas, la alternativa al sovietismo islamizado del FLN y los altos mandos militares argelinos no puede ser un capitalismo islamizado en su versión neosaudí: el uno como el otro chocan contra la terca realidad de una Argelia plural en la que lo árabe se entrevera con lo beréber y la herencia cultural francesa. Cuando los valores comunitarios, convertidos en esencias inmutables, oprimen hasta el ahogo a los del ciudadano y se intenta hacer tabla rasa de siglos de historia, como en el campo teórico y práctico de los ultranacionalistas serbios y vascos -elijo deliberadamente ejemplos dispares-, el resultado de ello se traduce en una profunda e incurable mutilación. La cultura árabe, como la española, alcanzaron cimas admirables cuando añadían y sumaban a su acervo las ciencias y artes de las demás. Las dos se hundieron a causa del dogmatismo, de la búsqueda estéril de una primitiva pureza y de un ensimismamiento hostil al "contagio exterior".

Otra piedra fundamental de la crisis identitaria del islam estriba en su renuencia a plantearse el estatus de la mujer en el mundo actual: su igualdad jurídica con el varón, el acceso a la educación y al trabajo. "Los códigos de familia de Marruecos, Argelia, Egip-

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Juan Goytisolo es escritor.

Las heridas abiertas

Viene de la página anteriorto", escribe Sami Naïr, "por no hablar del absolutismo medieval de Arabia Saudí, ilustran perfectamente esta debilidad de las élites modernistas". El instaurado en la Argelia "socialista" en 1984, reintroduce en efecto el repudio, recorta los derechos de la mujer tocante al divorcio, admite la poligamia y "arroja a la mujer a la calle en caso de separación, despojándola del derecho a conservar su antigua vivienda y sin que el marido tenga ningún deber con respecto a ella". En su lúcido artículo sobre el Marruecos de hoy ("La monarquía marroquí tentada por la reforma", Le Monde Diplomatique, septiembre de 1996), Hichem Ben Abdelá el Alauí reprochaba con razón a los partidos democráticos de la oposición su incapacidad de asumir culturalmente la modernización de la sociedad al no adherir al llamamiento de un millón de mujeres marroquíes para la reforma del código de su estatuto personal, poniendo así en tela de juicio la sinceridad y coherencia de sus programas.

El proceso de desintegración social que afecta a la mayoría de los países árabes a causa de las estrategias de desarrollo brutales y de su sometimiento a los dictados de una Unión Europea que aboga por la libre circulación de mercancías pero veta la de las personas, no ha favorecido sino escamoteado el debate necesario al examen, a la luz de las nuevas realidades políticas, de la condición social y jurídica de la mujer. Peor aún: el islamismo radical no sólo rechaza el ixtihad; acentúa también la desigualdad ya existente entre los dos sexos hasta el abismo bochornoso de los talibán. En una reciente lectura en Hannover, una espectadora me reprochó mi reprobación de aquéllos arguyendo que "las mujeres afganas querían ser respetadas en el ámbito de su especificidad cultural". Mi apertura intelectual y vital a la variedad y mutabilidad de las civilizaciones y culturas del mundo y el consiguiente rechazo de identidades opresivas y estáticas o, como dijo Américo Castro, "a prueba de milenios", me obligó a formularle el principio que ha guiado mi pluma en los últimos 30 años: la crítica de la cultura propia y el respeto de las ajenas en lo que tienen de respetable. Inútil añadir que la actitud de los extremistas afganos y no afganos tocante a la mujer no merece ninguna consideración, sino una inapelable condena.

Igualmente aguijadoras son las páginas de Las heridas abiertas consagradas a la política expansionista de Netanyahu. Como señala Sami Naïr, la memoria de un pasado cruel y doloroso, de inquisiciones, pogromos y campos de exterminio nazis no exime a ningún pueblo de la brutalidad de sus atropellos contra otro: "En 1917 en Palestina habría entre 10.000 y 20.000 judíos. En 1997 eran cinco millones. Se puede enfocar el problema como se quiera, pero esos cinco millones se han instalado en Palestina gracias a la violencia jurídica (prohibición a los árabes de construir en su tierra, de obtener agua para sus cultivos, de desplazarse sin autorización israelí, de tener documentos de identidad) y militar (expropiaciones forzosas, destrucción de cosechas y de casas, tala de árboles, represión, terror, negación total)".

Si la mayoría de los israelíes laicos comprende hoy la urgencia de reconocer al Estado palestino y de separar a los dos pueblos que ocupan el antiguo territorio del mandato británico a fin de permitir su coexistencia futura en un marco político y económico que abarcaría el conjunto del Oriente Próximo, el sionismo religioso, con su sueño de un gran Israel mítico, está creando una situación inextricable que aleja la posibilidad de la paz durante generaciones enteras. Los acuerdos de Oslo -el "Versalles palestino", según la fórmula de Edward Saíd- son ya letra muerta: Israel no los respeta y el garante de ellos, Estados Unidos, asiste impasible a su permanente violación por Netanyahu. La figura patética de Yasir Arafat, de plantón en la Casa Blanca mientras el presidente andaba ocupado en asuntos más íntimos y acuciantes, simboliza la humillación diaria de la Autoridad Nacional Palestina en una escena digna de un entremés de Cervantes o un esperpento de Valle-Inclán.

En contraposición a la laxitud y condescendencia norteamericanas respecto a las arbitrariedades y tropelías israelíes, su actitud inexorable tocante al embargo a Irak contribuye a enconar aún el ánimo de la opinión pública árabe y a justificar su denuncia de un caso flagrante de política de dos pesos y dos medidas. Después de la petrocruzada del Golfo, Estados Unidos podía haberse desembarazado, y desembarazado sobre todo al pueblo iraquí, de Sadam Hussein. No lo hizo y las razones estratégicas de su decisión aparecen hoy con claridad meridiana: mantener a Irak en un estado de semiprotectorado a la merced de su poder decisorio. La tragedia del pueblo iraquí, diezmado por dos guerras sucesivas, en cuyo engranaje no intervino y de las que fue la primera víctima, es a todas luces inicua e indignante. Como dice Sami Naïr: "Pocas veces un pueblo ha sido abandonado hasta este punto. Ni los alemanes tras la II Guerra Mundial (con decenas de millones de muertos provocados por la locura sanguinaria y megalómana de sus dirigentes), ni los italianos, ni los japoneses han sufrido la ira vengativa de los vencedores que sigue soportando el pueblo iraquí. El embargo total, esa arma que ya en el siglo XVII querían prohibir los filósofos del derecho por considerarla inhumana (hacer padecer hambre a las poblaciones no es una ley humana de la guerra, venía a decir Grotius), aplicado del modo más draconiano por Estados Unidos con la complicidad o pasividad del resto de las potencias occidentales, ha provocado en los últimos ocho años centenares de miles de muertos en Irak". Frente a la concepción actual de la relación norte-sur de la cuenca mediterránea como un mero nexo comercial que agrava las diferencias ya insalvables entre la orilla europea y la norteafricana, Sami Naïr propone la creación de un espacio económico y cultural común. Pío deseo que yo comparto pero que choca con la actitud tan miope como insolidaria de países como España e Italia, atemorizados por el peligro de una invasión de albaneses, turcos, kurdos, magrebíes y subsaharianos. No obstante, esta psicosis -arraigada en los estratos profundos de nuestro pasado y azuzada a diario por la prensa sensacionalista y los políticos nacionalistas y racistas de la extrema derecha- no se compagina con la realidad: los inmigrantes ocupan de ordinario los puestos de trabajo abandonados por los europeos y, a causa del envejecimiento de la población y la tasa decreciente de los nacimientos, su presencia en nuestro continente no cesará de aumentar. La Europa del futuro será, guste o no guste a los lepenistas, una Europa multiétnica en la que la adaptación progresiva de los nuevos europeos al marco legal y social del país anfitrión no implicará necesariamente la renuncia a su herencia cultural: la ciudadanía admite la diversidad.

En el prólogo a Las heridas abiertas, Joaquín Estefanía cita unas palabras de Ben Bella que merecen ser reproducidas aquí: "¡Qué absurda sería una España que acogiera con los brazos abiertos a los polacos y rechazara a los marroquíes y argelinos, una España que intentara controlar la inmigración desplegando el Ejército en sus fronteras como hace Italia! No hay policía o ejército que pueda resolver el problema. Aunque Europa se diga "vamos a vivir bien dentro de nuestro muro y a ignorar el resto del mundo", el resto del mundo no ignorará a Europa. El sur es un gran arrabal de chabolas que tiene delante un resplandeciente terreno de golf".

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