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El día más caro: a 20 duros el minuto

Duró más la colocación de los músicos que el concierto. La ficha técnica más larga de la Bienal como carta de presentación de un fogonazo, de algo que se presentaba como un libro y no fue sino un resumen de lo publicado. Con la cultura de los festivales para noctívagos en los que siempre se termina entonando el rosario de la aurora por esos gazpachos y mistelas del duende, los Misterios del Santo Rosario que fueron el cierre de la Bienal supieron a visto y no visto. Como si un detective de la oficina Spade & Archer hubiera resuelto algunos misterios en los camerinos para aligerar el argumento. Sumando los 82 músicos de la Orquesta Ciudad de Málaga, que perfectamente podía ser Ciudad de San Petersburgo, de Plovdiv o de Cracovia, la media docena de oficinistas de esta sinfónica, los cincuenta miembros de la Agrupación Artística de Valverde del Camino, que esos sí eran de Valverde, los dos cantaores y el director, el elenco lo formaban 135 personas. Podían haber hecho una segunda parte de Los Diez Mandamientos con Esperanza Fernández evocando por soleás el espectro de Charlton Heston. José Miguel Évora, el hermano más pequeño y más listo de Manolo Sanlúcar, actuaba en el mismo escenario que había despedido entre aplausos al guitarrista; también era sábado; también jugaba el Barça en partido televisado. No mentía cuando en su declaración de intenciones proclamaba su adicción bíblica a "la no-música, la nada en el principio". El concierto duró unos 40 minutos. Los del patio de butacas habían pagado 4.000 pesetas por desentrañar estos misterios del apocalipsis de la fragua. A veinte duros el minuto. 0,59 euros per cápita. En el flamenco el tiempo se detiene; aquí volaba. En este microcosmos artístico, Gracián tenía todas las de perder. Lo bueno, si breve, dos veces breve. Al final del undécimo misterio, que era la resurrección, la gente entendió que el espectáculo moría por la vehemencia con que los artistas los saludaban agradeciendo los aplausos. Merecidos para la orquesta, merecidísimos para los cantaores. "Escuchando las soleás de Esperanza Fernández, se me han caído las lágrimas", confesaba Gualberto al final del concierto, final que muchos consideraban erróneamente como descanso y visite el ambigú. José Mercé cogió el testigo de la estrella más luminosa de la familia Fernández para conseguir el estremecimiento. "Entré en el jardín de Venus a buscar la flor que amaba". Detrás, el aparato orquestal de violas, violines, violonchelos, contrabajos, flautas, flautines, clarinetes y oboes. A Esperanza Fernández no la inquietaba el miedo escénico. El miedo le teme a ella. Sentados los dos, parecían dos gitanos declarando ante el tribunal de Getsemaní. El director hacía las veces de fiscal, ordenaba la entrada de acusadores y defensas al dictado de unas notas de pentagrama que más parecían el cuaderno de un contable. Era una delicia escuchar esa lluvia de diminutivos de Esperanza Fernández entre tanta solemnidad: chiquetito, lucerito, candelita, borriquito. Diez Mandamientos, once misterios para poner punto y final a la última Bienal del milenio. Adiós a los tientos y peteneras. Los fantasmas del Maestranza memorizan los cantes de Esperanza y de José, el carpintero, para no olvidarlos cuando llegue la nueva remesa de la programación: Ana Belén y Serrat, Verdi y Donizetti, Carlos Cano y el Cid Campeador. Ese mérito no se le puede restar a José Miguel Évora: conseguir que una brigada internacional de músicos que respondían por Ivanov, Pantchenko, Kaulakova, Kadlubiski, Montafahieva, Spassov sucumbiera a una pareja de gitanitos. Por fin se veía a un oriental al otro lado del patio de butacas: Li Hong Chuan, uno de los 10 integrantes del cuerpo de violas. MÁS INFORMACIÓN PÁGINA 38

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"Era suicida hacer lo de Ortiz Nuevo"
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