Miguel Ríos, la eternidad del rock
Durante años, cada nuevo disco de Miguel Ríos, cada nueva gira, parecía la apoteosis final que ha de preceder a una retirada. Cuando, a comienzos de los ochenta, Miguel Ríos acuñó aquello de que "los viejos rockeros nunca mueren" no había cumplido aún los cuarenta. Ahora, que ya tiene 54, no parece que tenga ninguna intención de echar instancia para el Imserso. Difícilmente puede considerarse a Miguel Ríos un viejo rockero. Al menos si se considera el estereotipo del rock senil que imprimió el fondón, decrépito y hortera Elvis de Las Vegas. Lo de Miguel Ríos no es un milagro ni un pacto con el diablo. Es sólo producto del gimnasio y de muchas horas de bicicleta con los que compensa su único vicio conocido: la buena mesa. Su biografía, tan larga ya, no incluye ninguno de esos excesos que suelen formar parte del pasado de las figuras del rock. Que se sepa, nunca tuvo idilios con las drogas duras. Más bien ha tenido siempre una postura en contra, casi militante. Lo del cannabis es otra cuestión. Como es sabido, para los mayores de 45 años ésta no es sino una planta medicinal y, a la vez, una fórmula generacional de comunión a la que la intolerancia dio más de un disgusto en el pasado: en la España del franquismo agonizante, Miguel Ríos pasó por la Dirección General de Seguridad acusado de fumarse un porro. Este granadino es un hombre de fuertes raíces. Es el menor de siete hermanos que, a su vez, han salido todos muy prolíficos. Con esos antecedentes, la escasa aportación de Miguel Ríos al libro de familia (una hija) parece casi una extravagancia. En su niñez, no estaban los tiempos para excesos. En la adolescencia, comenzó a trabajar en Tejidos Olmedo, unos pequeños grandes almacenes granadinos que uno imagina como una versión capitalina y con pretensiones del Sistema métrico, la tienda en la que trabajaba el Lorencito Quesada imaginado por Antonio Muñoz Molina. En Olmedo encontró Miguel Ríos su vía de escape. Si en Tejidos Olmedo hubieran sido completamente consecuentes con su rótulo y sólo hubieran vendido tejidos, Miguel Ríos sería hoy, muy probablemente, un gran modisto. Quiso la suerte que en aquel comercio hubiera un anexo dedicado a los discos. Allí y en los billares Ganivet, que frecuentaba en sus ratos libres, descubrió el rock & roll. Rápidamente, se convierte en Mike Ríos. Tenía 17 años cuando firmó su primer contrato discográfico. Un año después le llega el éxito con Popotitos. Cuando ya tiene 24, aún no es viejo rockero, pero sí le llega la madurez: abandona el Mike, recupera su verdadero nombre y demuestra que su éxito no ha sido efímero, simple producto de las modas. Vuelve con canciones melódicas que contienen guiños a la canción de autor que se lleva por esos mundos (en aquellos mismos tiempos despega Bob Dylan) y graba Vuelvo a Granada y El Río. Pero, sobre todo, el éxito le llega con el Himno de la alegría, una canción que entra en mercados que estaban cerrados hasta entonces a la música española, como los de Estados Unidos y Europa. El Himno de la alegría alcanza las listas de éxito de medio mundo y vende siete millones de copias. Con todo lo ingenua (u oportunista) que pueda parecer aquella versión del argentino Waldo de los Ríos sobre el último movimiento de la novena de Beethoven, hay que reconocer que fue toda una novedad. Treinta años después, los compases del Himno de la alegría son más identificados con Miguel Ríos que con la oda de Johann Schiller a la que le puso música Ludwig van Beethoven. Casi cada año, Miguel Ríos se ha presentado con una nueva sorpresa, lo que convertía cada gira y cada disco suyos en un regreso que fue interpretado muchas veces como un amago de despedida; aunque, realmente, no parece que él haya tenido nunca ningún interés en despedirse. Entre las sorpresas de Miguel Ríos se encuentran los macro-conciertos, que trajo a España en 1975. A solas o con otros grupos y cantantes convirtió en hábito estival las grandes giras, algunas de las cuales le ocasionó un buen quebranto. En 1985 perdió más de 300 millones de pesetas con su espectáculo Rock en el ruedo. Así, temporada tras temporada (sin llegar a abandonar nunca su feroz autoexigencia ni perder el miedo escénico), Miguel Ríos se iba planteando un nuevo desafío. Algunas veces, incluso, ideaba no sólo uno, sino un par. Como este año, en el que, junto a Ana Belén, cantó a Kurt Weill con el acompañamiento de la Orquesta Ciudad de Granada y, a la vez, cumplió un viejo sueño: hacer una gira con una big band. Lo de Weill le obligó además a un esfuerzo suplementario: aprender a leer partituras después de casi cuarenta años de trabajar "de oído". Los que lo conocen dicen que no se vanagloria de ser autodidacta, que siente no haber podido estudiar y que desearía ir a la Universidad. Éste parece ser el desafío que se reserva para cuando elija retirarse. Pero las aulas deberán de esperar. Parece que aún queda rockero para rato.
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