Alta política
No sé por qué estos días me viene a la memoria, con insistencia, el recuerdo de aquel patio del colegio de los salesianos, donde me eduqué. (Digo bien me eduqué, frente a me educaron, que sería ilícito). Los registros del pasado tienen esos comportamientos erráticos, en los que más vale no meterse. Lo cierto es que veo, pero sobre todo oigo, el guirigay infernal que allí se formaba, a consecuencia de que se jugaban seis o siete partidos de fútbol al mismo tiempo, sobre la misma cancha. Ésta no era sino un patio polvoriento, abrasado por el calor o por los fríos incomprensibles de enero y febrero, y asediado por los malos olores de una batería de retretes colindantes, que seguro en el infierno los habrá más limpios. Ustedes dirán que cómo era posible que se jugaran seis o siete partidos a la vez. Pues era. Y además sin distintivos de ninguna índole sobre aquellos babis de crudillo, todos igualmente deslucidos por infinitos lavados. Tan sólo nos guiaba el conocimiento que teníamos unos de otros. Ni que decir tiene que unos curillas ambiguos, arrancados del hambre con el pretexto de la vocación, arbitraban y vigilaban aquel maremágnum, aquel griterío cruzado de pelotazos, del que milagro el día no escapaba algún alumno para la enfermería. No sé si ayudará a comprender el fenómeno una sabia máxima, atribuida a don Bosco, que se nos aplicaba a rajatabla: "Niño que no juega, o está malo o es malo". Aparte de excelente ejemplo de la intrincada diferencia entre ser y estar, que tanto desespera a los que aprenden nuestro idioma, no me negarán que es un soberbio y refinado principio de la pedagogía, del que sin duda debería echar mano el consejero Pezzi, tan preocupado por mejorar la desmejorada convivencia de los centros educativos. Pero volvamos a nuestro persistente recuerdo. Jugar, en mi colegio, era sinónimo de "jugar a la pelota", o sea, al fútbol. Y como el juego se iniciaba invariablemente después de ir a misa, todos los días, de cantar el himno nacional, y de un menguado desayuno, es fácil comprender cuál era la múltiple y maquiavélica asociación que se les inoculaba a nuestra tiernas almas. Mucho comulgar, poco comer, mucho jugar al fútbol. Ésa era la base de una buena educación. No sé por qué ahora nos andamos con tantos remilgos. En los institutos ya ni misa ni cosa que se le parezca. Se juega a voleibol, a futbito y a otras mariconadas por el estilo. Los/as alumnos/as se dan el atracón, aunque sea de engañosas bazofias. Y así no hay quien pueda. Y pasa lo que pasa. Que cuando llega el momento de rebelarse por una cuestión de alta política, como es la de ese muchacho del PNV que entrena al equipo de España, pues no hay de dónde tirar para que se forme la que se tendría que formar: una huelga de hambre de todos los españoles bien nacidos, y bien educados, hasta que al susodicho Clemente lo mandaran a mi colegio, a dirigir siete partidos de fútbol simultáneos desde un retrete indescriptible, y después de comulgar y de un parco desayuno a base de aguachirle, higos secos y una naranja ligeramente pocha. (A Vera y Barrionuevo, luchadores por la libertad).
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