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Veinte años y un "número dos"JOAN B. CULLA I CLARÀ

Fue el 19 de septiembre de 1978, a las seis de la tarde. En uno de los salones del barcelonés hotel Majestic, cuatro representantes de Unió Democràtica (Francesc Borrell, Josep Anton Codina, Marià Vila Abadal y Miquel Coll i Alentorn) y cuatro de Convergència (Ramon Trias Fargas, Miquel Roca, Jaume Casajoana y Ramon Camp) firmaban y presentaban a la prensa un protocolo de acuerdo por el que ambos partidos declaraban el "firme propósito de coordinar estrechamente sus actividades hasta llegar a un alto grado de integración". Según el juicio de los cronistas presentes, la alianza iba mucho más allá del pacto electoral y abría un proceso "que a medio o largo plazo puede concluir fácilmente en una fusión". Aquella misma tarde, el hasta poco antes líder democristiano, Anton Cañellas, se autoexcluía de Unió para correr hacia los aparentemente más feraces campos del suarismo gubernamental. Estamos, pues, en vísperas del vigésimo aniversario de Convergència i Unió y este mero hecho, el paso de dos décadas, la comparecencia juntos a 19 convocatorias electorales de todo tipo con la elaboración de las correspondientes candidaturas, bastaría para explicar el desgaste, la fatiga de materiales que se observa en las piezas de engarce de una experiencia coalicionista única en la política española e insólita incluso a escala europea. Pero existen aún algunos factores más que han ido enrareciendo el trato entre ambos socios y preparando el terreno para el actual rifirrafe a propósito del número dos. Por ejemplo, el espectacular cambio de escenario que se produjo desde las modestas expectativas de 1978 a la ulterior y prolongada situación de hegemonía. O el gran desequilibrio inicial entre las fuerzas de los dos socios, que ha estado en el origen de nocivos complejos -de superioridad en unos, de inferioridad en otros- y perjudiciales sospechas -de parasitismo, de prepotencia...-. Y también la excepcionalidad del liderazgo de Jordi Pujol, que es el capital político mayor de Convergència i Unió, pero cuya fortísima personalidad ha tendido a eclipsar el carácter que CiU tiene de coalición entre dos partidos con identidades distintas y con proyectos no forzosamente casados de por vida. Pujol, de quien además se espera el doble y esquizofrénico papel de líder de CDC y árbitro supremo de la coalición, de juez y parte... Desde que, allá por noviembre de 1987, Josep Antoni Duran Lleida se instaló para quedarse en la cúspide orgánica de Unió Democràtica, ha aplicado con firmeza un modelo de dirección partidaria inspirado en sus correligionarios del PNV: férrea autoridad sobre el partido, desligada de responsabilidades ejecutivas. Sin embargo, entre el original vasco y la copia catalana hay algunas diferencias sustanciales: mientras que Xabier Arzalluz es un poder detrás del trono, un "hacedor de reyes" sexagenario que no ambiciona la púrpura y más bien enfila la jubilación, Duran Lleida aparece pletórico de forma y de aspiraciones, libre de ataduras institucionales y proyectando su sombra sobre los procelosos horizontes del pospujolismo. De hecho, quizá lo peor de la actual polémica entre Convergència Democràtica y Unió Democràtica sea que ambas partes tienen razón o, por lo menos, un buen arsenal de argumentos a su favor. Desde una perspectiva convergente, es lógico percibir con recelo el cuidadísimo proceso a través del cual Duran se ha ido construyendo -al margen de la coalición y del Gobierno catalán- una imagen mediática y demoscópica de estadista, una aureola de deseado, una etiqueta de gran reserva para el día después; en ese contexto, se entiende que la demanda del segundo puesto en las próximas listas electorales haya sido oída -y rechazada- como un audaz, casi provocador intento de escalar posiciones sucesorias en detrimento de los candidatos propios. Desde el punto de vista democristiano, en cambio, resulta ofensiva la presunción de deslealtad que parece aplicárseles, y es inaceptable el veto a su líder, aderezado además de consideraciones despectivas por parte de sus socios. No, si Convergència i Unió tiene que llegar viva a los comicios catalanes de 1999 y más allá, Duran Lleida no puede ser excluido por principio ni de los puestos de cabeza de la candidatura ni de posteriores hipótesis de gobierno de la Generalitat. ¿Para ocupar, como ha sugerido alegremente el señor Sánchez Llibre, el puesto de consejero sin cartera? Bien al contrario, para asumir una cartera repleta de competencias y responsabilidades; la que sea, pero que someta la valía política del líder de Unió al test irrefutable de la gestión pública. Sabemos ya de su magnífico gabinete de comunicación, de sus excelentes contactos internacionales, de sus interesantes reflexiones sobre la actualización del nacionalismo; pero los votantes de CiU y los ciudadanos de Cataluña en general tienen derecho a comprobar además si, con Duran a cargo del departamento correspondiente, los bosques se queman más o menos, si el déficit aumenta o disminuye, si la enseñanza o la sanidad funcionan mejor o peor, si en un debate parlamentario enconado se crece o se arruga... A mi modesto entender, las primarias explícitas o implícitas por la sucesión de Jordi Pujol deberían dirimirse, en los próximos años, en el terreno de la gestión institucional -legislativa y ejecutiva- mucho más que entre conjuras de despacho e intrigas de sobremesa. Claro está que, para no tener que hacerlo desde las incomodidades de la oposición, se requieren ciertas dosis de cordura, sentido de la responsabilidad y espíritu de equipo en el seno de Convergència i Unió. No es propio de presuntos herederos inteligentes provocar con sus impaciencias la ruina del patrimonio al que legítimamente aspiran.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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