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El largo y afilado muletazo a la vida

El infante José María Dols Avellán vio la primera secuencia doméstica del planeta, en la ciudad de Alicante, el 14 de abril de 1953. Veintidós años antes, lo hubiera mecido en tan memorable día, un aire de proclamas republicanas y de discretas evasiones por la puerta trasera del Palacio Real. Pero cuando nació, España era una unidad de sumisión, analfabetismo y necesidades perentorias. Por aquel entonces, monseñor Tardini evangelizaba la derrota, el Pentágono armaba de asombro y aeroplanos los solares patrios a cambio de encalar los estómagos con leche en polvo, y en el ruedo ibérico Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordoñez, El Litri y otros maestros de la tauromaquia ejecutaban la clamorosa estética del degüello. En su adolescencia, José María Dols Avellán trabajó en una empresa concesionaria de automóviles, jugó al baloncesto y al fútbol, hasta que le entró la pasión del toro, como a su padre, el novillero Pepe Manzanares, de quien fue discípulo y le tomó el apodo. A los 16 años de edad, José María Dols Avellán se vistió de luces en Andújar, el 15 de junio de 1969; así nació José Mari Manzanares, con buen pie. Y su padre lo acompañó de banderillero, hasta que en la plaza de su ciudad, Luis Miguel Dominguín le dio la alternativa, en presencia de El Viti. Era el 24 de junio de 1971, Fogueres de Sant Joan, y un año después, en Madrid, Palomo Linares lo confirmó. Se había cumplido el ciclo y el matador José Mari Manzanares inició su paseíllo hacia esa gloria que se pone en marcha a las cinco en punto de la tarde y termina en el reloj de una constelación de despojos, de clarines, de trofeos, de ritos, de presagios, de miedos, de dudas, de celebraciones y soledades. La fiesta nacional es la reserva ensangrentada de la irracionalidad hecha carne de ímpetu, una vitrina de genitales cincelados en jade y un inventario de hazañas: José Mari Manzanares puede cerrar el siglo como el torero que más corridas ha anotado en el Guiness, un número que supera las 1.800, sin contabilizar las de esta temporada que consumirá las próximas semanas. Por encima de los cadáveres de tantos miles de reses bravas caídas en la refriega de la arena y en medio de un alboroto enardecido, probablemente el matador haya vislumbrado fragmentos confusos de su propia vida. Una vida decorada de orejas, de recompensas, de distinciones, de heridas de puertas grandes abiertas al tono ardiente de la tarde, de amigos desbaratados en el redondel por la suprema embestida de un toro garantizado con un sello de hierro para embestir. En 1984, José Mari Manzanares canceló varios compromisos. El pronóstico reservado de una cornada en la plaza limeña y la muerte de su compañero Paquirri, lo sumieron en un estado depresivo y melancólico. Pero saldría de nuevo con el brío cegador del muletazo a media altura y la maestría desenvuelta en el capote, para continuar el ajetreo de un itinerario por los cosos de España, de México, de Dax, de Nimes, en cuya feria apadrinó a Jesulín de Ubrique, y donde, años después, sería testigo de la alternativa de Cristina Sánchez. Cuando celebraba sus bodas de plata como matador, en un mano a mano con Enrique Ponce, en Alicante, cortó cuatro orejas. Por entonces se habló de una retirada que él nunca anunció: se trataba tan solo del descanso del torero. La experiencia de los años le permitían espigar sus actuaciones y la ganadería que le había adquirido a Juan Andrés Garzón, en Cáceres, requería y requiere su cuidado, en ese empeño genético de alambicar la torada. José Mari Manzanares ocupó la década de los setenta, afirma un crítico solvente y moderado. Pero uno de sus triunfos más señeros lo consiguió el 12 de mayo de 1993 al salir por la puerta grande de Las Ventas, después de rebanar dos orejas. "Es el mejor de todos los tiempos de la tauromaquia", afirma Manuel Jiménez Zamarra, un entendido incondicional, pero con la amistad a un lado. José Mari Manzanares matador de toros, ganadero, empresario con su hermano Pedro y los hermanos Lozano de la plaza de Alicante, sucumbe frente al color amarillo y no renuncia al sueño de abrir la puerta del Príncipe de la Maestranza. O sea, rematar la faena de su vida.

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