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La ciencia en España

De vez en cuando conviene insistir, darle un repaso a la cuestión: ¿Cómo anda en España eso de la ciencia? Porque la respuesta depende del punto de vista. Si se trata del progreso científico la cosa va muy bien, pero si nos referimos a la situación de la ciencia en la sociedad española, a su inserción en ésta como un activo social que debería ser importante en toda sociedad moderna y al funcionamiento de la propia comunidad científica, entonces la cosa va bastante mal. A uno le resulta un poco aburrido insistir tantas veces en lo mismo y repetir cosas ya dichas otras veces, pero no se puede cambiar de ideas y de mensajes cuando se tienen unas convicciones y se interviene a menudo para defenderlas. No sería muy normal, por ejemplo, que un sacerdote dejase de defender en cada una de sus intervenciones los mismos principios de su fe sólo por no aburrir al público con el mismo decálogo de siempre. Así que también los científicos tenemos que insistir, porque falta hace y mucha en esta sociedad obsesivamente interesada en lo banal. España tiene científicos muy buenos, más de lo que la gente cree. No son los científicos españoles ni mejores ni peores que los demás: Son absolutamente homologables a nivel internacional y eso ya es mucho. Como españoles tienen muchos fallos en su funcionamiento colectivo en cuanto a comunidad científica; fallos que no se trata de silenciar, precisamente porque por su extensión e importancia merecen un explícito y crítico comentario aparte. Como científicos tienen el mérito de que, pese a la penosa situación de la ciencia dentro de la sociedad española, hacen su trabajo con gran esfuerzo y dignidad y en general lo hacen bien porque, frente a las muchas dificultades y motivos de desaliento, la propia estimación y el saberse sujetos al veredicto permanente de todos sus colegas en la comunidad científica internacional constituyen un estímulo muy fuerte. De hecho la presencia de la ciencia española en el mundo es más que digna. En España se realizan todos los días trabajos científicos interesantes en muchos campos distintos de la ciencia, trabajos que llaman la atención de la comunidad internacional y nuestros colegas extranjeros frecuentan nuestros laboratorios con el mismo interés con que nosotros acudimos a los suyos. Pero la inserción de la ciencia en la sociedad española no es ni remotamente satisfactoria, su papel como activo social es virtualmente nulo y, pese a algunos meritorios esfuerzos por ambos lados, la relación de la ciencia española con el proceso productivo es tan tenue que en conjunto da vergüenza compararnos con cualquier país adelantado. Una de las tragedias más penosas es ver la situación de muchos jóvenes científicos españoles. Gente brillante, con un nivel científico impresionante y un gran deseo de trabajar, con un doctorado y frecuentemente un buen par de años al menos de experiencia postdoctoral en otro centro, nacional o extranjero. Jóvenes científicos que representan para cualquier país un riquísimo capital humano que aquí se despilfarra porque estas jóvenes promesas (a menudo ya realidades) no encuentran trabajo en el panorama científico español. La situación del que no encuentra trabajo es siempre muy penosa, sea quien sea; en este caso además es un absurdo y un carísimo despilfarro. Las declaraciones públicas de nuestras sucesivas administraciones intentan dar a la ciudadanía la impresión de que el dinero público destinado a la ciencia es usado con gran prudencia a través de una gestión encaminada a garantizar la eficacia de nuestro esfuerzo científico y su utilidad para la sociedad española. Pero dejando aparte el hecho de que ya la fracción de los recursos que aquí se dedica a la ciencia es patológicamente baja para el país que deberíamos ser, lo peor es la mentalidad con la que la ciencia suele ser gestionada. La moda ahora es añadir siempre púdicamente la coletilla "y tecnología" porque la ciencia a secas parece ser mal vista. Claro que los problemas prácticos, especialmente los relacionados con el bien público, deben recibir toda la atención que merecen. Cierto que la sociedad es la que paga la mayor parte de la investigación científica y tiene todo el derecho a pedir cuentas, pero lo que no le conviene a nadie es echar mal sus cuentas. La curiosidad por conocer, que es el verdadero y único posible motor del progreso científico (incluso cuando un problema práctico plantea un reto científico de primera magnitud) es poco menos que condenada como un pecado social si no va acompañada de la garantía de que todo avance científico vendrá acompañado de una aplicación directa e inmediatamente previsible. No hay nada más absurdo y anticientífico. Estos planteamientos tienden a sofocar la creatividad individual y a sustituirla por la mediocridad programada. Si alguien cree que así se ayuda al progreso, con ello da una medida de su desconocimiento de lo que es la ciencia. Y ahí está precisamente el problema. Para que la gestión de cualquier cosa sea eficaz es necesario que sea, ante todo, racional y esto requiere conocer lo que se está gestionando. ¿Alguien cree que se podría gestionar bien, por ejemplo, una fábrica de automóviles sin tener idea de lo que son los automóviles o un museo de pintura sin tener idea de la pintura? Pero la cultura española ignora a la ciencia, no la tiene ni siquiera asumida como un valor cultural y en general no se tiene ni remota idea que de lo que es la ciencia, cómo es, cómo funciona y cuales son las realidades más fundamentales de la relación entre el conocimiento científico básico y sus aplicaciones prácticas. Lo milagroso sería que alguien en esas condiciones estuviera capacitado para una gestión eficaz y así lo que parece ser una mera cuestión académica acaba siendo un desastre administrativo. Si nos empeñamos en mirar a otro lado no haremos más que sufrir las consecuencias, porque el juego de la Unión Europea y más aún de eso que se llama la globalidad del mundo ha empezado ya y va en serio. Los elementos los tenemos. Sólo necesitamos apostar por nosotros mismos.

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