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Regreso

El optimismo es una forma de consuelo. Cuando el número 1 aparece pintado de hostilidad, resulta gratificante pensar en las bellezas de las sumas y las multiplicaciones, imaginar el buen corazón del número 3 y no detenerse hasta el 50. El optimismo es la pintura de ojos que recompone la mala cara del presente cuando nos miramos en el espejo de la realidad. Llega septiembre con muy mala cara, pletórico de autobuses en dirección al trabajo, de oficinas cargadas de expedientes atrasados, de calendarios sobrecogedores, largos y cambiantes como un escaparate que deberá ofrecer las hojas caídas del otoño, las rebajas del invierno y los saldos de la primavera. Las próximas vacaciones están al fondo de un túnel encharcado y habrá que dejar muchas huellas sobre el barro. Por eso el optimismo juega con los números, maquilla las ojeras y propone tareas, grandes proyectos que mejoren nuestras vidas y, sobre todo, que entretengan el perchero de los abrigos grises y los impermeables. En los primeros días de septiembre, los anuncios de la televisión ofrecen todo tipo de colecciones a las gentes necesitadas de consuelo. Una verdadera plaga de cursos, métodos y enciclopedias sobrevuela los salones de estar, invitándonos a aprender idiomas, a recordar grandes batallas, a descubrir recetas de cocina, a valorar por dentro el arte del ganchillo o a perseguir la Historia Universal de la música y la literatura. Y todo ello sin salir de casa, porque el optimismo flanquea en cuanto se abre la puerta, ese camino inevitable hacia los túneles y los espejos del mundo, que tiene la cara muy emborronada, como un payaso sorprendido por el llanto. Salir a la calle significa normalmente quedarse en el número dos, porque los seres humanos, además de animales racionales, suelen ser coleccionistas de desengaños. El optimismo nervioso de septiembre irrumpe también en el teatro otoñal de la política, y mucho más si hay elecciones a la vista. Los gobernantes son coleccionistas de votos que juegan a vender sus enciclopedias a los coleccionistas de desengaños. Por arte de birlibirloque, la vuelta a la rutina, con su tragedia y su pañuelo marino de despedida, se convierte en la frontera de la felicidad, en la sonrisa del porvenir. La ciudad está a punto de encarnar los horizontes del paraíso, sin serpientes, sin árboles del bien y del mal, sin manzanas peligrosas. Las obras que nunca se terminan van a llegar a buen puerto, hay soluciones brillantes para los edificios polémicos, el pacto necesario entre los hermanos enemistados adquiere una realidad sólida. Las promesas maduran en las ramas del optimismo, podemos coger el fruto en cualquier momento. Pero el porvenir, como escribió el poeta Ángel González, se llama así porque siempre está por venir, porque no llega nunca. Vendrá el otoño, el optimismo de septiembre se quedará anclado en el número dos, y los que ahora regresan, entretenidos con las buenas intenciones de la inmortalidad, acabarán aceptando el fracaso de su colección de humo, el gusano del tiempo. Entre ilusiones y promesas, a través de la fe y del fracaso, vamos tirando y viviendo, es decir, tirando la vida.

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